Carta nocturna de los fieles de Madrid

Madrid, 24 de octubre de 2014

Querido Don Carlos:

En primer lugar, queremos pedirle disculpas, por las horas, y por la confianza que nos tomamos. Pero es que se le quiere antes incluso de que haya llegado. Es usted necesario en esta diócesis, en esta Iglesia de España.

Nos permitimos escribirle, en nombre de muchos cristianos de Madrid, de toda España, que durante demasiados años hemos sufrido en silencio por “nuestra” Iglesia. Porque no nos sentimos fuera, sino dentro del grupo de seguidores de Jesús. Y porque no nos resignamos a que nos arrebaten a Cristo, o nos lo disfracen. Y lo hacemos la víspera de su llegada, en esta carta nocturna que quisiéramos leyera en la vigilia previa a su entrada a Madrid.

Esperamos su llegada, sus primeros gestos. Esperanzados aunque escépticos. Con esperanza, pues sabemos que su nombramiento responde al empeño del Papa Francisco por llevar su “Iglesia pobre y para los pobres” también a nuestro país. Que buena falta nos hace. Con escepticismo, porque tenemos miedo de que al final los sueños se trunquen, y volvamos a tener más de lo mismo.

Monseñor: hace mucho tiempo que deseamos que alguien abra las puertas de los palacios episcopales, que nos deje ver que existe una Iglesia, un Evangelio que espera tras los muros de la calle Bailén, de la calle Añastro. Hoy, como hace un año y medio en la plaza de San Pedro, cuando resultó elegido el primer Papa venido del fin del mundo, ha llegado el día de dejar que Dios se escape de su encierro.

Y es que creemos, y confesamos, que hay un Jesucristo, un Papa, un monje, una religiosa, un mártir, un beato, un padre de la Iglesia y por supuesto, también, un arzobispo de Madrid, un vicepresidente del Episcopado, en cada niño que muere de sed en África, en cada mujer maltratada, en cada enfermo de SIDA, en todos y cada uno de los amores rotos y quebrados de la Tierra.

Todo esto, y aún más, se decide a partir de mañana. Sabemos que es importante quién sea el hombre que rija los destinos de la Iglesia de nuestro país, pero que resulta imprescindible su capacidad para recoger con sus manos el Evangelio caído por la ignominia de quienes nos decimos intérpretes de la Palabra de Dios y la hacemos carne, y nos hacemos carne, y piel, y lágrimas, con todas y cada una de las manos rotas, de los hermanos desesperados, de aquellos que ya no pueden más. Y, esta noche, ese hombre -pues, hoy por hoy, sólo puede ser un hombre- es usted, don Carlos Osoro Sierra.

El arzobispo de Madrid es un símbolo de una civilización que muchos piensan en decadencia. Por nuestra propia dejadez, por la interpretación de los planes de Dios para nuestra vida, y para la de los que no tienen voz. Un mundo globalizado que ha olvidado que el prójimo, el que está a nuestro lado (aquí mismo, o a miles de kilómetros), es el auténtico (me atrevería a decir que el único) reflejo del amor de Dios. La Iglesia, el conjunto de hombres y mujeres que aspiramos a hacer realidad el mensaje de Cristo en nuestras vidas y en el mundo en el que vivimos, tiene la responsabilidad de construir ese Reino, aquí y ahora.

Y es por esto que saludamos su llegada, que se presenta como una ráfaga de calor después de tantos años de invierno. También le decimos que esta misión sólo valdrá la pena si usted se compromete, desde el mismo momento en que tome posesión de la sede de Madrid, a trabajar sin descanso por hacer realidad las Bienaventuranzas de Cristo. En los niños que lloran en los comedores sociales, en la iglesia desahuciada de Entrevías, en los yonkis descartados de Cañada Real, en los inmigrantes enclaustrados en el CIE de Aluche, en los presos de mil y una injusticias. En los asfixiados por el peso de una deuda que no pueden, que no deberían, pagar; entre las mujeres de Montera, de Colonia Marconi, de tantos rincones donde la piel vale menos que el alma; en el vientre de muchas madres que no saben si podrán llegar a serlo. En mitad de la Puerta del Sol, entre los indignados, los parados, los pájaros que visitan al psiquiatra y las estrellas que se olvidan de salir, que cantaba Sabina. En los miles de personas que tratan de dormir en unos bancos cada vez más pequeños o en los soportales de la Plaza Mayor, junto al lugar donde, hace décadas, su padre y su madre se miraron a los ojos y nació el amor que acabó trayendo al mundo al hombre que mañana será nuevo arzobispo de Madrid.

Usted nos ha llamado a hacer realidad los sueños de Dios. Y nosotros le invitamos a entender que el sueño de Dios se hace realidad a través de los ojos, y de las manos, de todos y cada uno de los hombres y mujeres de buena voluntad, pues el anuncio de la Salvación vino a los sencillos y no a los palacios ni a las sacristías. Queremos que sea cierto que está dispuesto a caminar entre las calles; a abandonar el palacio y los coches oficiales de lujo; a encontrarse con todas las ideas, políticas, culturales y religiosas; a apostar por una Iglesia en línea de salida, que no busque ganar más carrera que la de la Humanidad nueva.

Su ministerio, querido Don Carlos, sólo merecerá la pena si se convierte en un auténtico servicio, que se sostiene entregándolo todo por el otro, y aceptando las manos, el sudor, las palabras y los abrazos de cuanto hombre y mujer de buena voluntad quiera ofrecerle. Queremos ver sus manos manchadas de realidad, de olor a oveja, de arena de los caminos, como aquellos discípulos camino de Emaús. Quisiéramos no dejar de sorprendernos por la alegría del Evangelio, y reconocer la pasión del Resucitado en el trabajo del nuevo obispo de Madrid.

Déjenos ayudarlo, no debería ser de otro modo. Vengamos de donde vengamos, con nuestros matices, nuestros distintos tonos de color, nuestras falsas identificaciones “conservador-progresista”, “ultraortodoxos-heterodoxo”, seguidores de Cristo todos. Porque Jesucristo quiso rodearse de los suyos, de hombres, mujeres y niños que no eran los mejores, sino los que tenían que ser. Judíos y gentiles, pecadores y santos, con dudas, miedos, certezas, sueños y esperanzas. Porque la Iglesia que Cristo nos dejó, el Reino que nos instó a construir, sólo tiene sentido si logramos edificarlo entre todos. Si conseguimos una Iglesia que conjugue la primera persona del plural.

"Quien quiera ser el primero entre vosotros, que sea el servidor", dijo Jesús. Que nos reconozcan por ello en esta querida diócesis de Madrid, en este difícil e histórico devenir de la Iglesia en España y no se quedó en palabras. Que hagamos realidad que allá donde dos o más se reúnan en Su Nombre (en el nombre del Amor, de la Vida, de la Esperanza, de la Fe, no del movimiento, congregación o visión correspondiente, especialmente cuando pretende ser el único camino), Él estará.

Que nos reconozcan a nosotros, cristianos, por cómo nos amamos, y por cómo amamos al mundo, en lugar de por cómo nos enfadamos, condenamos y elegimos a unos -y descartamos a otros-. Mirad cómo nos amamos. Y cómo el amor sirve para cambiar el mundo. Más allá del hombre que a partir de mañana presida las celebraciones en la catedral de La Almudena. Que podamos ver en sus ojos, y en todos los que, con heridas y arrastrados, de Norte a Sur, nos acompañan en el desafío de seguir a Jesús, el rostro de Aquel que un día se hizo Hombre para que los hombres y las mujeres de todo tiempo y lugar recordáramos que habíamos sido hechos a imagen y semejanza de Dios. De un Dios que no se cansa de perdonar, y de confiar en que, al fin, podremos hacer realidad sus sueños.

Que el Señor guarde sus sueños, y le ayude, nos ayude, a continuar despertando a un mundo nuevo.

Afectuosamente
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