El jardín del Edén. Mesopotamia, eco bíblico del paraíso terrenal

(21-07-2019. 1079)

Hammurabi
Escribe Antonio Piñero

Foto: Hammurabi, rey babilonio del siglo XVIII a. C.

Comento hoy el primer capítulo (“Geografía y descripción del paraíso”) del libro de Francesc Ramis Darder, “Mesopotamia y el Antiguo Testamento”, que ha publicado muy recientemente la editorial Verbo Divino. Mi breve comentario de hoy indicará el carácter del libro y cómo está construido. Como la historia de la región mesopotámica y sus habitantes abarca un dilatado arco temporal, el autor se ciñe a la consideración de esa zona desde que forma una entidad política perceptible: el surgimiento de los sumerios (hacia el 3.000 a. C.) hasta la época de Ciro II, el Grande, monarca persa que conquistó la zona en torno al 539 a. C. El autor se detiene ahí y no considera las etapas históricas de la región dominadas por los persas, tras el asentamiento del poderío  de Ciro II, y por los soberanos helenísticos.

El sistema del comentario por parte del autor, en general, es recorrer los hitos históricos que convienen para los pasajes bíblicos veterotestamentarios en los que se percibe el influjo de las leyendas y la historia mesopotámica y hacer una lectura de esos pasajes evocando también el pensamiento bíblico completo, es decir, aduciendo otros textos del Antiguo Testamento que ayuden a comprender bien el trasfondo de la leyenda. Se trata, por tanto, de un ejercicio de hermenéutica del texto bíblico, y una suerte de comentario del pasaje en cuestión y de otros, como en una suerte de “lectio divina”.

El capítulo primero se ocupa de la descripción del paraíso terrenal en el libro del Génesis. El texto es Gn 2,7-15, cuya redacción definitiva se presume que es bastante tardía, del siglo V a. C., aunque las leyendas forman su base procedan como mínimo del siglo XVIII a. C., época del rey babilonio Hammurabi.

Según nuestro autor, la descripción del Edén bíblico evoca el resultado completo de la historia mesopotámica, y de los inmensos esfuerzos por hacer que la riqueza natural de aquella zona, tan irrigada por el Tigris y Éufrates y multitud de afluentes, se convirtiera desde un territorio inhóspito, salvaje y más bien, tal como estaba en los inicios, en una suerte de jardín/huerto feraz. Al parecer desde tiempos muy antiguos una intensa labor de desbroce y limpieza, y una tenaz política hidráulica muy precisa (presas, acueductos, embalses y canales) hizo de la zona algo inusitadamente feraz. Considérese también que allí abundaban en estado salvaje ovejas, cabras, vacas, cerdos y camellos y que crecían espontáneamente lo cereales básicos como el trigo y la cebada.

La Biblia con su relato hace que ese lugar inhóspito, pero potencialmente feraz de los inicios de la civilización, se convierta por obra divina en un jardín. Fue Dios “el que plantó un jardín del Edén” (Gn 2,8); no fue obra humana. En esa frase, el vocablo “edén” significa lo “excelente” y “delicioso” (2 Samuel 1,24; Jeremías 51,34; Salmo 36,9). Y según nuestro autor este hecho no es más que el trasunto de la idea, histórica, de que la región “era una suerte de jardín protegido por los reyes, lugartenientes de los dioses, para propiciar la felicidad del hombre. Así lo certificó Hammurabi en el prólogo del código que lleva su nombre: «Los dioses Anum y Enlil me eligieron… para proclamar el derecho en este país y para que pudiera iluminar el país para asegurar el bienestar de la gente»” (p. 25).

Ramis Derder anota que el término “jardín”, plantado por mano de Dios, evoca el ámbito divino en el que la divinidad protege y defiende especialmente al ser humano, citando a Is 58,11: “Te guiará Yahveh de continuo, hartará en los sequedales tu alma, dará vigor a tus huesos, y serás como huerto regado, o como manantial cuyas aguas nunca faltan”, y a Jeremías 31,12:  el pueblo judío, liberado de sus enemigos, “acudirá al regalo de Yahvé: al grano, al mosto, y al aceite virgen, a las crías de ovejas y de vacas, y será su alma como huerto empapado, no volverán a estar ya macilentos”.

Así puede entenderse bien, a la luz de la feracidad del territorio, ayudada por mano humana, el relato que le Génesis atribuye solo a Dios, tras formar al hombre (solo varón al principio) del polvo:

“Luego plantó Yahveh Dios un jardín en Edén, al oriente, donde colocó al hombre que había formado. 9 Yahveh Dios hizo brotar del suelo toda clase de árboles deleitosos a la vista y buenos para comer, y en medio del jardín, el árbol de la vida y el árbol de la ciencia del bien y del mal. 10 De Edén salía un río que regaba el jardín, y desde allí se repartía en cuatro brazos. 11 El uno se llama Pisón: es el que rodea todo el país de Javilá, donde hay oro. 12 El oro de aquel país es fino. Allí se encuentra el bedelio y el ónice. 13 El segundo río se llama Guijón: es el que rodea el país de Kus. 14 El tercer río se llama Tigris: es el que corre al oriente de Asur. Y el cuarto río es el Éufrates. 15 Tomó, pues, Yahveh Dios al hombre y le dejó en al jardín de Edén, para que lo labrase y cuidase”.

Resulta que el motivo del “árbol del bien y del mal” procede también de la teología mesopotámica, que hace de la presencia de los árboles uno de los ejes que sustentan la existencia del mundo. Escribe nuestro autor: “Así lo señala a modo de ejemplo, la epopeya de Gilgamesh, obra señera de la literatura mesopotámica, que  muestra cómo en la ciudad de Eridu, el centro del mundo, se yergue un árbol negro, el kinsanu, alegoría de la presencia de la diosa Ea, consejera del ser humano, que se paseaba en torno al árbol” (p. 27).

Como puede observar el lector, este entrecruzamiento de historia mesopotámica, relato del Génesis y aportación de sentido por medio de otros textos bíblicos convierte a este libro en interesante lectura, y agradable.

Seguiremos.

Saludos cordiales de Antonio Piñero

http://adaliz-ediciones.com/home/36-el-jesus-que-yo-conozco.html

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