Baile de Salomé, cabeza del Bautista: Ejercicio escolar (A. Urquijo)

Me ha escrito Ana Urquijo, que fue alumna en la facultad de Periodismo, el año 1995, pidiéndome una genealogía de los hijos de Herodes, pues está ultimando una narración sobre Herodes, Herodías y Salomé... y me dice que desde mis clases de historia de las religiones le interesan de un modo especial esos temas.

No se aclara con los hijos de Herodes, y es lógico, ni un especialista conoce todos los recovecos de su saga familiar, con cruces y recruces, de tíos y tías, hermanos, hermanastros y primos, con pasiones de muerte, con celos inmensos... No existe, que yo sepa, en el mundo antiguo, una familia más rica de matices, de amores y muertes.

Le he mandado un esquema genealógico, y le he dicho que siga leyendo a Flavio Josefo y a Robert Graves, que tiene un par de libros sobre la Saga de los Herodes... Le he pedido que compare la historia del baile con el baile de los espíritus perversos que vinieron al monte de Hermón para raptar a las mujeres al principio, según el texto de 1 Henoc... y que quizá matice el tema del sophar, la trompeta del fin de los tiempos.

En agradecimiento A. Urquijo me ha ofrecido su “ejercicio escolar” (así me dice) sobre el baile de Salomé,“que no desentonará en tu blog, pues anda estos días revuelto con obispos y triángulos amorosos”.

Le he dado las gracias, y en recuerdo de los buenos tiempos de profesor, con su permiso, voy a publicarlo, tras presentar la breve genealogía que le ha mandado, con los Herodes implicados en el caso del Bautista.

Una breve genealogía (X. Pikaza)

Herodes el grande estaba casado, entre otras varias y distintas, con cuatro mujeres, de las que tuvo los siguientes hijos, que interesan para tu historia de Herodías y Salomé:

(a) De Herodes el Grande con Mariamne I, que era de la familia de los asmoneos (macabeos), nació Aristóbulo IV, que se casó casado con Berenice. Herodes acusó a Aristóbulo de pretender el reino y le asesinó (el 7. a.C.). Pero él tuvo una hija, que es tu Herodías, casada primero con su tío Herodes Filipo y después con su otro tío Antipas. Esta Herodías es para Marcos la causante de la muerte de Juan Bautista. Debemos señalar que Marcos no aclara si la hija de Herodías (llamada Salomé según Josefo, o Herodías, según el mismo Marcos), nació de su primer matrimonio (con Filipo) o si nación de Antipas.

(b) De Herodes el Grande con Mariamne II nació Herodes Felipe, que vivió como persona privada en Roma. Este Herodes Filipo fue el primer marido de Herodías (su sobrina, que podría tener su misma edad, por ser hija de un hermano mayor). Este Herodes Felipe, buen burgués de Roma, parece haber sido el padre de Salomé, la que baila ante su Herodes Antipas y pide la cabeza del Bautista.

(c) Del mismo Herodes el Grande, con Maltace nació Herodes Antipas, que fue etnarca/rey de Galilea, del 4 a.C. al 39 d.C. Estuvo casado primero con la hija de Aretas, rey nabateo, y luego con Herodías, mujer de su hermano. Éste es el etnarca/rey de Galilea en tiempo de Jesús (que le llama el “zorro” y “caña azotada por el viento); éste es el amigo-enemigo del Bautista, de manera que tenemos un triángulo: Antipas-Bautista-Herodías (con Salomé, la hija de Herodías… que rompe el triángulo, formando quizá un cuadrado maldito).

(d) De Herodes el grande con Cleopatra nació, finalmente, otro Herodes Felipe, que fue tetrarca de Iturea y Traconítide del 4 a. C al 34 d. C. A veces se le confunde con el primer marido de Herodías, el burgés de Roma. Fue al parecer un rey pacífico y Jerús se refugió varias veces en su reino-etnarquía, sobre odo en la llama Cesarea de Felipe, junto a las fuentes del Jordán (como aparece en Mc 8, 27). Era rey de Betsaida, la ciudad de Pedro y de otros discípulos de Jesús, al otro lado del río, a dos tiros de piedra de Cafarnaúm.

Pues bien, Herodías no puede sentarse segura sobre el trono mientras Juan continúa vivo (aunque sea en la cárcel). Por eso intenta matarle, pero Marcos nos hace saber que no lo consigue, porque Herodes (en gesto lógico de compensación) "teme al profeta" y le escucha y sigue muchas veces su consejo, como indica el texto con toda precisión (cf. 6, 19-20).

Nuestra Herodías (primero esposa del Herodes Felipe Romano y luego esposa de Herodes Antipas….) aparece así como una reina impotente, sin más salida que la intriga para matar al profeta que le acusa (al acusar a su marido por haberse casado con ella). . Ella no puede "convencer" al reino (ni con razones, ni con bailes...) y por eso utiliza a su hija... Históricamente, es posible que ella no fuera tan "mala" como aquí supone Marcos, aunque esta narración recoge la forma en que muchos judíos y cristianos interpretaron su influjo en la corte de Herodes Antipas.

Gracias, Ana, por tu interés. Lo que sigue es tuyo... un ejercicio de imaginación escolar, como me dices... Quizá alguno de mis lectores quiere acompañarte. Éste es como sabes uno de los temas clásicos de la pintura y literatura de occidente. Como ejemplo, la imagen del principio.

Baile de muerte (Ana Urquijo)


Pero en ese instante se elevó Herodías con un alarido, con Salome a su lado, saliendo de un repliegue de la gran cortina… y las peticiones de la bailarina final quedaron ahogadas por su alarido:

– Espera, oh rey. Falta el último baile.

– ¿Qué haces ahí, Herodías? Tú no debes bailar, eres mi esposa. ¿Y qué hace aquí tu hija? Éste no es lugar para muchachas como ella. Acaba pronto, porque quiero estar ya con mi bailarina.

– Estarás pronto con ella, no te aflijas... Pero ésta es una fiesta de familia y he querido que veas bailar también a mi hija, muchacha inocente, casi niña. Queremos ofrecerte las dos nuestro regalo delante de todos los invitados. Ella es niña y su baile no pueda compararse con la danza de las cortesanas. Pero no te impacientes, Herodes. Su baile será breve. Estarás muy pronto con tu nueva amada, y podrás darle lo que quieras, como me lo diste a mí un día.

Y entonces se adelantó la niña, o eso parecía, vestida con túnica azul, cubiertas las mangas, con pañuelo en la cabeza. Vino con ella un flautista adolescente y empezó a tocar una danza muy simple de infancia. La niña Salomé, hija de Felipe y de Herodías, saludó como asustada, dirigiéndose primero al rey y luego a los comensales de un lado y del otro… y empezó una danza inexperta de escuela, cantando en voz baja, como si tuviera que esforzarse para mantener el ritmo, un canto antiguo que todos los mayores, reclinados en las mesas, sabían de memoria. En un momento, pasando ante Herodes, le pidió: «¡Diles que canten conmigo! Tengo miedo de olvidar la letra, diles que me ayuden. ¡Vamos, cantad todos, una, dos... ahora!».

De esa forma corearon, convirtiendo el banquete de Herodes en cumpleaños de infancia, como si pudieran olvidarse y olvidaran los pesares y dolores de la vida. Malko, pegado a su asiento, y María Bar-Abbas, de pie, también inmóvil, en un lado de la sala, intrigados por los seis toques del Sophar, se miraron inquietos, seguros de que pronto cambiarían la representación, como de hecho sucedió. Cuando la niña supo que estaban complacidos por el canto, se calló y, sin dejar el movimiento, dijo al flautista y luego a los comensales: «Ahora una canción de juventud. Soy un poco mayor, seguid mirando».

Y sin dejar de bailar se quitó la túnica de niña azul, retiró el pañuelo que recogía su pelo y quedó vestida como joven griega, con peplo cruzado y con falda que apenas cubría sus muslos. La flauta aceleró el ritmo e inició una canción que los comensales habían soñado y bailado en los años de su adolescencia. Empezó lenta, como si no quisiera dejarse llevar por el ritmo, modosa, como si tuviera vergüenza de que miraran sus pechos bajo el peplo y desearan sus piernas tras la falda. Pero luego aceleró su ritmo y, mientras pasaba al lado de los comensales, les decía y repetía, bailando, cantando, provocando: «Ayudadme ¿Conocéis la canción? Claro, la sabéis mejor que yo. Atención, cantad conmigo, levantaos un poco y bailad, donde estáis, moved las manos y el cuerpo. Así, pero todos, así, más rápido...».

Y aceleró el ritmo del baile y empezó a girar vertiginosa, bajo cada lámpara, de modo que sus faldas se alzaban descubriendo el nacimiento de las piernas... Giraba y danzaba con tanta rapidez que los comensales casi no podían fijarse en sus pechos pintados, que parecían ya totalmente desnudos, bailando y girando inasibles, lejanos, provocadores. Y en medio del giro seguía diciendo, con gesto inocente: «Todos, ahora, cantad y miradme, mirad cómo bailo. ¡Soy vuestra, de todos! ¿Me habéis visto? Mirad cómo bailo y bailad todos conmigo, enseñadme vosotros...».

De esa forma repetía… y bailaba sin parar un instante, haciendo que bailaran todos con ella, cada uno en su lugar, con griterío de voces y alientos cada vez más jadeantes. Cuando parecía que ya no podía mantener el ritmo, miró al flautista y dijo cariñosa: «despacio, despacio»... Y surgió un delirio de curvas ondeantes, sinuosas, de serpiente: «Muy bien, lo habéis hecho muy bien. Pero ahora descansad, sentaos un momento. Tenéis que beber algo, estáis muy fatigados... A ver, ese vino, cada uno su copa. Todos con la copa llena. Así, bebed por mí, para ayudarme, porque estoy cansada. Bebed por vosotros y por vuestro rey, mi padre, porque estáis de fiesta y va a cumplirse esta noche el amor de sus sueños».

Bebieron una, dos y tres veces, y ella dejó que la música les fuera subyugando, mientras les decía con la mano que siguieran donde estaban, sin moverse, pues ella bailaría para todos. Entonces pidió que apagaran unas luces, no todas, «pues la excesiva claridad le molestaba», rogándoles que se reclinaran bien, como en un lecho, que se relajaran, que empezaba la fiesta verdadera: «Bailaré yo por vosotros. Sólo debéis hacer una cosa: Beber y mirarme y decirme después lo que queréis que yo haga. Así iré, si queréis, por las mesas y podréis mirarme bien. Ya veis, he crecido. Parecía niña, pero no lo soy. Tampoco soy ya jovencita, soy mujer para vosotros, no sólo para el rey. Para todos. ¿Queréis que me quite más ropa? ¡Qué calor! Sí, me iré quitando ropa, os iré enseñando todo, pero tranquilos, quietos, iré por las mesas y, si pensáis que no soy, podréis acariciarme».

Y mientras hablaba, sin perder el ritmo, dejó caer el peplo y se vieron sus pechos apuntados, teñidos de ligero carmesí, y todos ahogaron un ¡ah! en sus gargantas. Se quitó también la falda, de manera que un instante se vio todo su cuerpo, que cubrió después con un velo, casi transparente, que le colgaba de los hombres, ondulándose al ritmo de su danza. Así, envuelta en el velo, que subía y bajaba, se ceñía y volaba, empezó a bailar de nuevo, como viniendo de lejos, retomando nuevamente el ritmo cuando parecía perderlo, para acercarse a cada uno de los comensales, subiéndose a las mesas o dejando que su talle y las manzanas de sus pechos se inclinaran sobre las cabezas recostadas o elevadas, inflamadas de deseo, de los comensales:

– Perdonadme por estar desnuda. Me asfixiaba de calor. No tengo vergüenza de vosotros, porque sois consejeros de mi padre, el rey, y le enseñáis a gobernar. Él está contento y yo también, porque sois sus amigos. Antes tenía mucho miedo; ahora no lo tengo... porque me miráis con ojos cariñosos. Pero no quiero cansaros. Ésta será mi última danza, por vosotros, mis amigos. ¿Dejáis libres las mesas? ¡Así, todo lo que estaba encima ponedlo sobre el suelo! Yo voy a pasar tres veces, en una dirección y en otra, para ofreceros el último bocado del banquete, una manzana hermosa para cada uno. Yo os daré mi manzanita. Que suene la música.

La primera vez pasó derecha, bailando con los pies desnudos, sobre el borde de la mesa, en equilibrio grácil, arrancando un suspiro de los invitados, que parecían temer que se cayera y se partiera las piernas en el suelo. La segunda bailó sobre las manos, después de haber atado cuidadosamente el velo bajo el cuello y en los muslos, dejando que las piernas le cayeran, una a cada lado, mientras invitaba a todos con los ojos, ofreciéndoles su cuerpo, mientras se alzaban de los divanes para verla, aplaudiendo con un largo suspiro de admiración y deseo, cuando vieron que llegaba hasta el extremo de las mesas y volvía de nuevo; todos menos Malko y María, hija de Abbas, paralizados por el miedo, y Herodías, retorcida y desafiante todavía, conteniendo hasta el suspiro.

El rey se había dejado embrujar y sólo tenía ya ojos y deseos para esta niña mujer que, ahora, al fin, en la última vuelta, se hizo serpiente y trenzó la danza de la manzana. La conocían todos, muchas veces la habían contemplado en los mercados y en las plazas, entre encantadores con flautas. Pero esta vez era distinto, pues bailaba la hija de la Reina. Pareció que no estaba. Sólo había una cesta grande, bien cubierta, al extremo de la mesa. Empezó susurrando la flauta, insinuando un misterio, una vez, dos veces, tres veces hasta que se fue alzando la tapa de la cesta por sí misma, desde abajo y salió como serpiente verde, anguila curva, ondulante, sirena de tierra, con una manzana en la boca... ¿Era ella? ¿Quién la podía haber pintado así en tan breve tiempo? ¿Quién? Nadie pudo responder porque llevaron la cesta y sólo vieron ya a Salomé, niña azul, joven de peplo y baile, Eva de Edén, que se había vuelto serpiente y reptaba sobre la mesa, ondulando sus caderas y ofreciendo a cada uno su manzana, como en los tiempos primeros del Hermón, cuando los ángeles machos violaron a las hembras serpientes. Entonces, de nuevo, sonaron los seis toques del Sophar, tres veces seis, es decir 6-6-6, de manera que siguió un silencio mudo de muerte, sin que nadie, ni siquiera el rey, comprendiera el sentido del Sophar.

Sólo Juan desde su celda comprendió lo que pasaba: Se estaba cumpliendo el pecado del principio, con los seis toques de la trompeta de muerte del Hermón, cuando los arcángeles perversos vinieron a raptar a las mujeres. También comprendió Herodías, que había tomado a escondidas el Sophar que Herodes había robado a los esenios de Qumrán, para decirle al mejor músico del fuerte que tocara seis veces, siempre que ella lo indicara. Los demás sólo tenían ojos para la niña-serpiente, que miraba hipnotizando a todos, con el pelo estirado hasta los hombros, con las manos como escamas pegadas a los lados de su cuerpo desnudo y pintado. Era ella y seguía ofreciendo su manzana de puro deseo, mientras la flauta evocaba los miedos y sueños de todas las serpientes.

Nadie se atrevió a decir una palabra. Algunos, sólo algunos, la tocaron, sin poderla aferrar, mientras resbalaba y se escapaba de sus dedos, como un cuerpo viscoso que atraía y repelía, encendiendo una necesidad cada vez mayor, sin jamás satisfacerla. De esa forma retornaban al abismo de la oscuridad primera, de la gran tormenta, hecha de alucinaciones y fatalidades sin nombre. Así quedaron, dominados, hipnotizados, con un único deseo: agarrar y robar, penetrar y dejarse penetrar, hundiéndose en la nieve y el fuego del principio, cuando los ángeles hicieron sonar los seis sones de la trompeta de muerte y violaron, allá sobre el Hermón, a las mujeres convertidas en manzanas. Después se apagaron las luces y sólo dos antorchas acompañaron el avance sinuoso de la verde serpiente por las mesas, mientras la música evocaba los presentimientos más oscuros y en lo alto del fuerte se oyeron otros seis toques del Sophar de muerte, sin que el rey los comprendiera.

5. La cabeza de Juan Bautista

Salomé serpiente, hija de Herodías, llegó al centro de la mesa, y de repente, sin que tuvieran tiempo de mirarla, bajó de un salto, se vistió de niña buena, se limpió la cara con un paño, se cubrió la cabellera y, cuando todas las luces se encendieron, tras un pequeño instante, saludó con una larga inclinación a todos los presentes y empezó a bailar de nuevo la danza de inocencia pura del principio ante Herodes, ya transpuesto. El silencio anterior se trasformó en una selva de gritos, como si los comensales hubieran retornado a unas edades ya desconocidas de barbarie, hechas de puro apetito y violencia, de manera que ministros y guerreros, comerciantes y magnates corrieron a tocarla, sin saber por qué lo hacían, deseando atraparla y violarla en tropel, dispuestos a luchar todos por ella, por tenerla y poseerla, iniciando así una guerra infinita de gritos y gritos, animados todavía por la flauta. Algunos ya la habían agarrado y parecían dispuestos a tumbarla sobre el suelo. Pero entonces se oyó la voz del rey, desaforada, amenazante:

– Que nadie la toque! Soy el rey, ella es mía, sólo mía. Atrás todos… Sentaos, he dicho. Ya habéis visto suficiente. Después, en la noche cerrada, bailará sólo para mí, toda la noche, porque soy el rey, mientras vosotros dormís con las cortesanas.

Parecía haber perdido el juicio y miraba a sus invitados como si tuviera celos de cada uno, presentando así su lado más oscuro. Era el rey de las sospechas y terrores, el que había robado a Herodías, con miedo de que ahora pudieran quitarle a Salomé, hija de Felipe, su hermano. De esa forma habló, desde su miedo y prepotencia:

– Salomé, hija de Herodías ¡Tú serás mía y sólo mía, porque soy el rey, y mis soldados te defenderán! ¡Quien te toque morirá al instante! Eres mía y todo lo mío es tuyo. Por eso, pídeme ahora, inmediatamente, lo que quieras, todo lo que soy y lo que puedo, más de la mitad de mi reino, porque lo mío es ya tuyo y lo tuyo será mío».

Ella pareció sorprendida y así preguntó, ingenuamente:

– ¿Cualquier cosa? ¿Has dicho todo, todo lo que quiera? ¿Me lo has prometido?

– He dicho «cualquier cosa», incluso más de la mitad de mi reino, como todos han oído.

Y el rey lo perjuró y certificó, dando golpes en la mesa, por el Dios de Israel y por los dioses, mientras los comensales, que antes parecían dispuestos a enfrentarse entre sí, se unieron a la niña y coreaban y decían con gritos al rey: «¡Ha bailado bien, merece el premio!». Entonces ella corrió, como si fuera una niña ignorante, hasta el lugar donde se hallaba su madre… y volvió a instante diciendo:

– ¡Quiero la cabeza de Juan Bautista!

¡Éste era el pecado de los ángeles primeros! Para reinar como Herodías y su hija, para ocupar el trono de Herodes, resultaba necesario matar a los profetas. También el rey lo sabía, aunque muchas veces fingía ignorarlo. Pero ahora lo intuyó de repente, supo lo que significaba, y gritó, como un poseso:

– ¿Cómo has dicho? ¿Qué has pedido?

– He dicho que quiero aquí mismo, en una bandeja, inmediatamente, la cabeza de Juan el Bautista. Tú me has prometido todo lo que quisiera, porque eres rey y puedes prometerlo. Podía pedirte la mitad de tu reino, pero me contento con la cabeza de un simple prisionero. Si no me la das ahora mismo no serás rey, nadie querrá obedecerte, porque no cumples tu palabra.

En ese momento volvieron a sonar por tres veces, pausados y lúgubres, pero clarísimos, los seis sones del Sophar de muerte. Fue como si un terremoto le hubiera sacudido y no pudiera levantarse, de manera que se hundió en un silencio jadeante de deseos, envidias y miedos, sin saber aún del todo lo que pasaba, con la mano en la boca y los ojos perdidos en algún lugar que nadie podía contemplar. Luego fue posando sus ojos perdidos en cada uno de los comensales, que estaban coreando cada vez más fuerte, unidos al embrujo de la niña, que seguía con la mano levantada: «¡La cabeza de Juan, la cabeza de Juan, de Juan Bautista!».

El rey pidió ayuda con sus ojos, como buscando alguien le descargara de su responsabilidad, pero nadie lo hizo, pues todos coreaban con la niña, como repitiendo seis-seis-seis, seis-seis-seis, seis-seis-seis, mientras sentía que iba hundiéndose otra vez en el abismo del que Juan había intentado arrancarle. Quiso aferrarse a su poder y no pudo; quiso escaparse pero ya era tarde, se había cerrado la puerta de salida. Buscó ayuda para detener la sangre de la herida, pero nadie le ayudaba. La niña, la madre, todos los comensales gritaban: «¡La cabeza, la cabeza, la cabeza!».

Y entonces todos los comensales empezaron a gritar, con la niña serpiente, que estaba en el centro de la sala, al lado de su madre: «¡La cabeza, la cabeza, la cabeza! No hay más ley que tu palabra de monarca». Era la voz de los generales y magnates, invitados a la fiesta, la voz de los testigos y jueces del reino, la voz de los delegados extranjeros, un mar de muerte que seguía creciendo, creciendo, amenazándolo todo sin remedio. El rey no podía oponerse, ni permitir que siguieran los gritos y así se levantó, siniestro y firme, del asiento, pidiendo silencio y preguntando:

– ¡Mis generales y amigos! ¿Qué debo hacer? ¿Queréis que cumpla mi palabra?

– ¡Tienes que cumplirla! – gritaron a una‒.

– ¿Estáis seguros de ello? ¿Ésa es vuestra sentencia?

– Estamos seguros. Tienes que cumplirla.

El rey entonces se sentó y dictó la sentencia inapelable del juicio del banquete, mientras sonaron los tres toques del Sophar que aún faltaban, de manera que se pudo sentir en aire el presagio: seis-seis-seis:
– ¡Juan Bautista es reo de muerte. Que le corten la cabeza y que la traigan en una bandeja!
Volver arriba