1.6.25 Descendit ad inferos, ascendit in coelum. Descendió a los infiernos, subió al cielo

Los dos artículos del credo de los apóstoles (o romano) son  equivalentes. Los dos forman parte de la tradición bíblica y de la fe de la iglesia antigua. El primero se conserva y  venera con más devoción en la iglesia ortodoxa, el segundo en la católica.

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El descenso de Cristo a los infiernos de la historia y de la muerte (para así liberar con Adán y Eva a todos los condenados) y su ascenso al cielo con todos los salvados forman las dos caras (cruz y cara) del único misterio de salvación.

Sin bajar a los infiernos de la historia, sin compartir amor y vida con las víctimas del mundo no hay posible ascensión al cielo de la Vida en Dios. En Cristo se vinculan y cumplen estos dos “artículos” de fe y vida cristiana, como digo en lo que sigue: Descendió a los infierno, subió a los cielos

  Descendit ad ínferos, El infierno de JesúsEl credo oficial más antiguo de la iglesia (el apostólico o romano) dice que Cristo bajó a los infiernos, poniendo así de relieve el momento final de su encarnación; sólo se encarnó del todo muriendo con toos y visitando (liberando) a los condenados al infierno..

 Quien no muere del todo no ha vivido plenamente: no ha experimentado la impotencia abismal, el desvalimiento pleno de la vida humana. Jesús ha vivido en absoluta intensidad; por eso muere en pleno desamparo. Ha desplegado la riqueza del amor; por eso muere en suma pobreza, preguntando por Dios desde el abismo de su angustia. De esa forma se ha vuelto solidario de los muertos. Sólo es solidario quien asume la suerte de los otros. Bajando hasta la tumba, sepultado en el vientre de la tierra, Jesús se ha convertido en el amigo de aquellos que mueren, iniciando, precisamente allí, el camino ascendente de la vida.

Fresco Bizantino Antiguo De Jesús, De Adán Y De Eva En La Iglesia Del ...

Jesús fue enterrado y su sepulcro es un momento de su despliegue salvador (cf. Mc 15, 42-47 y par; l Cor 15, 4). Sólo quien muere de verdad, volviendo a la tierra, puede resucitar de entre los muertos. Jesús ha bajado al lugar de no retorno, para iniciar allí el retorno verdadero. Como Jonás «que estuvo en el vientre del cetáceo tres días y tres noches...» (Mt 12, 40), así estuvo Jesús en el abismo de la muerte, para resucitar de entre los muertos (Rom 10, 7-9). En el abismo de muerte ha penetrado Jesús y su presencia solidaria ha conmovido las entrañas del infierno, como dice la tradición: «La tierra tembló, las rocas se rajaron, las tumbas se abrieron y muchos de los cuerpos de los santos que habían muerto resucitaron» (Mt 27, 51-52). De esa forma ha realizado su tarea mesiánica: «Sufrió la muer­te en su cuerpo, pero recibió vida por el Espíritu.

Fue entonces cuando proclamó la victoria incluso a los espíritus encarcela­dos (ángeles caídos, hombre)  que fueron rebeldes, cuando antiguamente, en tiempos de Noé...» (1 Pe 3, 18-19).

Se ha dicho que esos espíritus encarcelados eran los humanos del tiempo del diluvio, como supone la liturgia, pero la exégesis moderna piensa que ellos pueden ser los ángeles perversos que en tiempo del diluvio fomentaron el pecado, siendo por tanto encadenados.

Miguel Ángel: Creación De Adán, Vaticano Imagen editorial - Imagen de ...

Jesús no empezó a morir cuando expiró en la cruz y le bajaron al sepulcro; había empezado cuando se hizo solidario con el dolor y destrucción de los hombres, compartiendo la suerte los expulsados de la tierra. Jesús había descendido ya en el mundo al infierno de los locos, los enfermos, los que estaban angustiados por las fuerzas del abismo: ha asumido la impotencia de aquellos que padecen y perecen aplastados por las fuerzas opresoras de la tierra, llegando de esa forma hasta el infierno de la muerte.

La liturgia, continuando en la línea simbólica de los textos anterior, relaciona a Jesús con Adán, el hombre originario que le aguarda desde el fondo de los tiempos, como indica una antigua homilía pascual:

«¿Que es lo que hoy sucede? Un gran silencio envuelve la tierra: un gran silencio y una gran soledad. Un gran silencio, porque el Rey se ha dormido en la carne y ha despertado a los que dormían desde antiguo. Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción al abismo. Va a buscar a nuestro primer padre, como si éste fuera la oveja perdida. Quiere visitar a los que viven en tinieblas y sombras de muerte (cf. Mt 4, 16). Él, que es al mismo tiempo Dios e Hijo de Dios, va a librar de sus prisiones y de sus dolores a Adán y Eva. El Señor, teniendo en sus manos las armas vencedoras de la cruz, se acerca a ellos. Al verlo, nuestro primer padre Adán, asombrado por tan gran acontecimiento, exclama y dice a todos: mi Señor esté con todos. Y Cristo, respondiendo, dice a Adán: y con tu espíritu. Y, tomándolo por la mano, lo levanta diciéndole: Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo será tu luz (cf. Ef 5, 14). Yo soy tu Dios que, por ti y por todos los que han de nacer de ti me he hecho tu hijo. Y ahora te digo que tengo el poder de anunciar a los que están encadenados: ¡salid!; y a los que se encuentran en tinieblas: ¡levantaos!. Y a ti te mando: despierta, tú que duermes, pues no te creé para que permanezcas cautivo en el abismo; levántate de entre los muertos, pues yo soy la vida de los muertos. Levántate, obra de mis manos; levántate, imagen mía, creado a mi semejanza. Levántate, salgamos de aquí, porque tú en mi y yo en ti­ formamos una sola e indivisible persona». (P. G. 43, 439. Liturgia Horas, sábado santo).

Jesús ha descendido hasta el infierno para encarnarse plenamente, compartiendo la suerte de aquellos que mueren. Pero al mismo tiempo ha descendido para anunciarles la victoria del amor sobre la muerte, viniendo como gran evangelista que proclama el mensaje de liberación definitiva, visitando y liberando a los cautivos del infierno. Por eso, la palabra de la iglesia le sitúa frente a Adán, humano universal, el primero de los muertos.

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Cristus Victor. Hasta el sepulcro de Adán ha descendido Jesús, como todos los hombres penetrando hasta el lugar donde la muerte reinaba, manteniendo cautivos a individuos y pueblos. Ha descendido allí para rescatar a los muertos (cf. Mt 11, 4-6; Lc 4, 18-19), apareciendo de esa forma como Christus Victor, Mesías vencedor del demonio y de la muerte. Su descenso al infierno, para destruir el poder de la muerte constituye de algún modo la culminación de su biografía mesiánica, el triunfo decisivo de sus  exorcismos, de toda su → batalla contra el poder de lo diabólico. Lo que Jesús había empezó en Galilea, curando a unos endemoniados, lo ha culminado con su muerte, descendiendo al lugar de los muertos, para liberarles a todos del Gran Diablo de la muerte. Tomado en un sentido literal, este misterio (¡descendió a los infierno) parece resto mítico, palabra que hoy se dice y causa asombro o rechazo entre los fieles. Sin embargo, entendido en su sentido más profundo, constituye el culmen y clave de todo evangelio. Aquí se ratifica la encarnación redentora de Jesús: sus curaciones y exorcismos, su enseñanza de amor y libertad.

¿Es posible un infierno cristiano? Desde las observaciones anteriores y teniendo en cuenta todo el proceso de la revelación bíblica, con la muerte y resurrección de Jesús, se puede hablar de dos infiernos.

Hay un primer infierno,al que Jesús ha descendido del todo por solidaridad con los expulsados de la tierra y por su muerte con los condenados de la h historia. Este es el infierno de la destrucción donde los humanos acababan (acaban) penetrando al final de una vida que conduce sin cesar hasta la tumba. Había sobre el mundo otros infiernos de injusticia, soledad y sufrimiento, aunque sólo el de la muerte era total y decisivo. Pero Jesús ha derribado sus puertas, abriendo así un camino que conduce hacia la plena libertad de la vida (a la resurrección), en ámbito de gracia. En ese infierno sigue viviendo gran parte de la humanidad, condenada al hambre, sometida a la injusticia, dominada por la enfermedad. El mensaje de Jesús nos invita a penetrar en ese infierno, para solidarizarnos con los que sufren y abr ir con ellos y para ellos un camino de vida (Mt 25, 31-46).

Podría haber un segundo infierno o condena irremediable de aquellos que rechazando el don de Cristo y oponiéndose de forma voluntaria a la gracia de su vida, pueden caer en la oscuridad y muerte por siempre (por su voluntad y obstinación definitiva). Así lo suponen algunas formulaciones básicas), se habla de premio para unos y castigo para otros (cf. Dan 12, 2-3). Esta visión culmina, parabólicamente en Mt 25, 31-46, donde Jesús dice a los de su derecha «venid, benditos de mi Padre, heredad el reino, preparado para vosotros» y a los de su izquierda «apartaos de mi, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles».

Tomadas al pie de la letra, esas palabras suponen que hay cielo e infierno, como posibilidades paralelas de salvación y condena para los hombres. Pero debemos recordar que ese es un lenguaje de parábola y parénesis, no de juicio legalista, en el sentido que Jesús ha superado en su evangelio (cf. Mt 7, 1 par). Ese segundo infierno es una posibilidad, pero no en el sentido en que es posibilidad el cielo de la plenitud escatológica, fundada en la resurrección de Cristo.

Dios sólo quiere la vida. La Biblia cristiana, tal como ha culminado en la pascua de Cristo, formulada de manera definitiva por los evangelios y cartas de Pablo, sólo conoce un final: la vida eterna de los hombres liberados, el reino de Dios, que se expresa en la resurrección de Cristo. En ese sentido tenemos que decir que, estrictamente hablando, sólo existe salvación, pues Cristo ha muerto para liberar a los humanos de su infierno. Pero desde ese fondo de salvación básica podemos y debemos hablar también de la posibilidad de una muerte segunda (cf. Ap 2, 11; 20, 6. 14; 21, 8), que sería un infierno infernal, una condena sin remedio (sin esperanza de otro Cristo). En la línea de ese infierno segundo quedarían aquellos que, a pesar del amor y perdón universal de Cristo, prefieren quedarse en su violencia, de manera que no aceptan, ni en este mundo ni el nuevo de la pascua, la gracia mesiánica del Cristo

. Sabemos que Jesús no ha venido a condenar a nadie; pero si alguien se empeña en mantenerse en su egoísmo y violencia puede convertirse él mismo (a pesar de la gracia de Jesús) en infierno perdurable. Hemos dicho «puede» y así quedamos en la posibilidad, dejando todas las cosas en manos de la misericordia salvadora de Dios, que tiene formas y caminos de salvación para todos, aunque nosotros no podamos comprenderlos desde la situación actual de injusticia y de muerte, de infierno, del mundo.

¿Qué celebramos en la fiesta de la Ascensión del Señor?

ASCENDIT IN COELUM, ASCENDIÓAL CIELO

 La tradición más antigua de la iglesia relaciona pascua y glorificación: Jesús ha nacido (rena­cido) como Hijo de Dios, en poder, por la resurrección de entre los muertos (Rom 1, 1‑3); Dios le ha exaltado, dándole el Poder supremo, de manera que al nombre de Jesús se postren todos los poderes del cielo y de la tierra (Flp 2, 9‑11). En esta concep­ción triunfal del Cristo ha jugado un papel muy importante el Salmo 110, que la iglesia ha interpretado en clave cristológica: «Dijo el Señor a mi Señor: siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies» (Sal 110, l; cf. Hech 2, 34‑35; Mt 22, 44 par). El mismo Dios Yahvé, que ahora se viene a desvelar como Padre, ha entronizado a su derecha al Hijo, que es Señor y Cristo de los cielos y la tierra (cf. Mc 14, 62 par).  e las etapas posteriores.

            (1) Tiempo de Pascua y Ascensión. Así lo que ha hecho Lucas-Hechos de una forma canónica, ofreciendo el esquema de la liturgia posterior de la iglesia. (a) Hubo un tiempo de pascua, centrado en los cuarenta días de las apariciones de Jesús a los apóstoles. Aquellos fueron días de nacimiento: tiempo de la gran recreación y de enseñanza final para los discípulos antiguos, como un idilio de comunicación entre Jesús y sus discípulos.

            Los que tuvieron la fortuna de vivir aquellos días participaron de un acontecimiento único que ya no volverá a repetirse nunca más dentro de la historia (cf. Hech 1, 1-5). (b) Este tiempo ha culminado y terminado en la Ascensión. Jesús tiene que marcharse de este mundo: dejar su antigua forma de presencia. Así aparece claramente en el gesto solemne del ascenso al cielo, desde el Monte de los Olivos (Lc 24, 50-53; Hech 1, 6-11). De ahora en adelante los cristianos ya no pueden apelar a nuevas formas de revelación fundante de Jesús. El tiempo de pascua ha terminado. Ya no pueden darse más apariciones normativas del Señor resucitado, porque la época pascual ha pasado.

            (2) Relato de la Ascensión. Posiblemente, el autor de Lucas-Hechos ha reelaborado tradiciones anteriores que hablaban de una aparición de Jesús en la montaña, en la línea de Mt 28, 16-20. Pero no ha situado esa montaña en Galilea (en un lugar desconocido), sino al lado de Jerusalén, en el Monte de los Olivos, lugar por donde pasan y paran gran parte de los peregrinos, para ver la Ciudad Santa (cf. Mc 13 3). Pues bien, Jesús sube con sus discípulos a esa montaña, pero no para quedarse allí, sino para Ascender al misterio de Dios, a la plenitud de la gloria, para sentarse a la derecha de Dios Padre (cf. Hech 2, 33). De esa forma, la aparición en la montaña se convierte en última aparición, la visión pascual se vuelve experiencia de despedida: «Jesús les dirigió fuera (de la ciudad), hacia Betania y levantando las manos les bendijo. Y sucedió que al bendecirles se separó de ellos y se elevaba hacia el cielo» (Lc 24, 50-51).

             (3) Ascensión y reino de Dios. El libro de los Hechos ha precisado, introduciendo una última conversación de Jesús con sus discípulos: «Los discípulos le preguntaron diciendo: «¿Es éste el tiempo en que debes restablecer el reino de Israel? Jesús les dijo: no os es dado conocer los tiempos y señales pues el Padre los ha puesto bajo su dominio; pero recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaría y hasta los confines de la tierra» (Hech 1, 6‑8). Los discípulos comienzan situándose en un plano de triunfo nacional judío. Quieren la victoria de Israel sobre los pueblos. Jesús no ha rechazado ese deseo, no les ha negado lo que piden. Pero pone su camino y la verdad de su reinado a la luz del poder y del amor del Padre. Desde ese mismo fondo ofrece su promesa: la venida del Espíritu, el camino de la iglesia. Eso significa que el poder del reino debe traducirse en forma de mensaje universal de salvación. Jesús no viene a imponer su ley por fuerza, sino a ofrecer su salvación gratuita a todos los que buscan gracia sobre el mundo. Éste ha sido su mensaje, éste el sentido de su vi­da. Así lo muestra a sus discípulos, mientras «retorna» hacia el Padre. «Y diciendo estas cosas, mientras ellos le miraban, fue elevado y una nube lo arrebató de su mirada. Y miraban hacia el cielo, viendo cómo se elevaba he aquí que aparecieron ante ellos dos varones, vestidos de blanco. Y les dijeron: varones galileos ¿qué hacéis mirando al cielo? Este mismo Jesús que ha sido elevado de vosotros al cielo volverá de nuevo, en la forma en que le habéis visto subir hacia los cielos» (Hech 1, 9‑11). Este es el texto básico de la Ascensión de Jesús, que significa plenitud y cumplimiento: ha terminado su misión; por eso tiene que marchar, dejando espacio a sus discípulos.

La Ascensión aparece así como Despedida (fin del tiempo pascual), una Elevación (queda acogido en el misterio de Dios) y una Promesa (envía el Espíritu a los suyos y volverá al fin de los tiempos). Jesús ha subido hacia la altura de Dios, desbordando el plano de historia y geografía de la tierra, para culminar el despliegue de su vida (evangelio de Lc) de manera que puede comenzar el tiempo de la iglesia (Hechos). Literariamente, la Ascensión marca el fin de la historia de Jesús y se expande como promesa de retorno. El mismo Jesús que ha subido volverá. De esa forma, entre ascenso y retorno del Cristo, se abre un tiempo nuevo, propio de la misión y tarea de la iglesia. En una línea convergente se sitúa el testamento de Juan (Jn 14-16), donde Jesús afirma que conviene que él se vaya, para culminar su tarea y enviarnos su Espíritu. Esta es la experiencia que está al fondo de los primeros discursos pascuales de Hechos: «Dios ha resucitado a este Jesús, de lo cual todos noso­tros damos testimonio. Pues bien, elevado a la derecha de Dios, (Jesús) ha recibido del Padre el Espíritu santo prometido y lo ha derrama­do (sobre la comunidad, sobre los hombres). Esto es lo que vosotros observáis y es­cucháis» (Hech 2, 32‑33).

            (4) Ascensión de Cristo, asunción humana. Entre ascenso y retorno del Cristo se abre un tiempo de acción para los hombres. Jesús se eleva al cielo y así deja un hueco para que los hombres puedan ser plenamente humanos, haciéndose cristianos. Ellos ya no pueden andar buscando sin fin el ser de Cristo, en una especie de experiencia mística ansiosa. De esa manera, la elevación de Cristo, abriendo para los creyentes un tiempo y espacio nuevo de creatividad universal en el Espíritu. Al celebrar la fiesta de Jesús que culmina su revelación pascual en el principio de la iglesia y sube al cielo, nuestro texto le vincula a todos los creyentes que recorren su camino, completan su tarea, y suben igualmente a su gloria. Desde este fondo se suelen distinguir dos palabras.

(a) Ascensión: ha quedado reservada para Jesús y resalta el carácter activo de su gesto: sube o se eleva por sí mismo.

(b) Asunción: se emplea para la madre de Jesús y puede utilizarse también para el resto de los fieles. La Madre de Jesús y el resto de los creyentes pueden subir y suben también como Jesús, siendo ascendidos a la gloria de la plena humanidad. Jesús no ha subido simplemente al lugar o estado anterior (como si fuera un ser divino que simplemente baja para volver luego a la altura donde estaba previamente); a través de su ascensión, elevación o cumplimiento pascual, Jesús ha venido a ocupar (a suscitar) un lugar (estado, forma de ser) que previamente no existía, culminando así la creación. En ese sentido decimos que vuelve (está volviendo) para ofrecer su lugar a los creyentes, como supone Jn 14, 1-10.

     (5) Reinado de Jesús. En la entrada anterior he presentado algunos rasgos generales de la Ascensión de Jesús. Ahora pongo de relieve el sentido de su triunfo y reinado, pues, siguiendo una visión que está enraizada en el AT (Sal 110, 1), la Iglesia le ha “visto” sentado, a la Derecha de Dios Padre, en ámbito de cielo, culminada la historia, enviando su Espíritu. Jesús se eleva y se sienta, realizando así un gesto simbólico específicamente humano. Los animales se sostienen en sus patas, nadan, vuelan, caminan, se agazapan o se acuestan. Algunos pueden sentarse físicamente, pero sólo de manera material. No liberan las manos para la comunicación dialogada, no construyen una sede o trono como signo de su autoridad. Por el contrario, los humanos se definen por su capacidad de ponerse en pie (liberando las manos para el trabajo) y sentarse (para descanso, autoridad y/o convivencia).

  Cuando el Credo dice que Jesús está sentado le presenta  en la línea de los reyes que toman asiento para imponer su autoridad y en la línea de los magistrados que ocupan su sede para juzgar o de los maestros que sientan cátedra para enseñar a los discípulos. También se sientan juntos los amigos, familiares y hermanos para compartir la palabra y alegría de la vida. Pues bien, Jesús resucitado se sienta, apareciendo como humano culminado. El AT presentaba a Dios sentado sobre el trono de su gloria; pues bien, sobre ese trono se sitúa ahora Jesús (cf. Mt 25, 31-45), en un espacio y tiempo de gloria.

Espacio. Reasumiendo una de las tradiciones más antiguas de la iglesia, Hech 2, 33-34, dice que Jesús fue “elevado a la derecha de Dios.... ". De esa forma evoca la existencia de un espacio superior, de un campo de ser o realidad más alta en la que viene a expandirse y reflejarse el poder de lo divino (=la derecha de Dios). En esta línea se añade que Jesús ha sido recibido o acogido en el cielo, lugar de plenitud, espacio de Dios (cf. Hech 3, 21; Ef 6, 9; Col 4, 1; Hebr 8, 1). Al sentarse en el cielo, Jesús ha llegado al lugar de la presencia plena de Dios que es fuente de vida y gloria para los humanos.

Tiempo. Hebr 1, 3 afirma que después de realizar la purificación de los pecado... se sentó a la Derecha de la Majestad, en las Alturas, vinculando así espacio superior (cielo geográfico) y tiempo futuro (cielo de culminación histórica). De esa forma se unen, en relación inseparable, el aspecto cósmico e histórico de la salvación, personalizado para siempre en el Jesús pascual, exaltado y ascendido al cielo. El mismo ascenso espacial aparece como plenificación histórica: Culminando su obra salvadora, Jesús ha perdonado el pecado de los pueblos y ha penetrado por (con) los hombres en la altura de Dios. En la base de su triunfo está por tanto la entrega pascual (purificación); en la meta está la plenitud o salvación para los humanos.

(2) Finalidad. Como supone lo anterior, la historia  mesiánica culmina allí donde Jesús se sienta a la derecha del Padre: ha terminado la marcha, parece que sólo queda el silencio cristológico. Pues bien, sobre ese silencio se eleva la más honda palabra y acción de Jesús: no ha subido al cielo para volver a bajar y ascender, conforme al mito del eterno retorno, comenzando de nuevo el ritmo de renacimientos, sino para expandir y mantener su triunfo para siempre, conforme a la visión israelita y cristiana del mesianismo. Cristo ha muerto una sola vez y para siempre, redimiendo a los humanos (carta a los Hebreos). Por eso, el pasado no vuelve a lo anterior, sino que crea lo nuevo: ¡He aquí que hago nuevas todas las cosas! (cf. Ap 21, 5); la sesión es culmen de la historia salvadora.

Para reinar y juzgar (= salvar). La tradición paulina, tal como ha sido codificada en Col y Ef, supone que Jesús está reinando ya, a la derecha de Dios. En esa línea, el credo posterior de la Iglesia, manteniendo una división ilustrativa (propia de la teología de Lc-Hech), distingue entre sesión presente (está sentado a la derecha del Padre) y juicio futuro (ha de venir...). Pero la tradición más antigua ha vinculado ambos gestos: "veréis al Hijo del hombre sentado a la derecha de Poder (=Dios) y viniendo en las nubes del cielo" (cf. Mc 14 62 par); el mismo Jesús que está sentado y comparte la gloria de Dios está viniendo para culminar el juicio mesiánico. La misma cátedra de su ascenso y gozo, de su reinado y magisterio, aparece así como promesa de juicio salvador: viene Jesús para ofrecer a los humanos el misterio de su gracia transformante.

Para comer y celebrar. Las palabras griegas que la tradición emplea en cada caso son semejantes: kathesthai (sentarse) y anakeisthai o anaklinein (recostarse para comer, en gesto de banquete). Jesús mismo ha destacado la felicidad de aquellos que participarán en el banquete del reino (cf. Lc 14, 15; Mt 8, 11 par). Pues bien, al final de su camino sobre el mundo, él ha querido celebrar con los suyos un banquete, ofreciéndoles su vida en alimento (cf. Lc 22, 14-20 par). Significativamente, esa comida de agradecimiento y plenitud es el signo mesiánico más hondo (cf. Mt 22, 1-14 par).  

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