Pentecostés Ecuménico: Boulgakov, Congar, Moltmann

Presenté hace dos días unas “cuestiones disputadas” sobre el Espíritu Santo, en perspectiva de diálogo ecuménico. Hoy ofrezco un pequeño Pentecostés Ecuménico del siglo del siglo XX, deteniéndome en tres testigos significativos, uno ortodoxo (Boulgakov), otro católico (Congar) y el tercero evangélico (Moltmann), valiéndome de mi Enchiridion y del Diccionario de Pensadores cristianos. Buena seman de Pentecostés a todos.

Serge Boulgakov, un Père de l’Eglise moderne - Collège des Bernardins

Boulgakov, Sergio(1871-1944) Filósofo y teólogo ortodoxo ruso; es quizá con P. Florensky el más representativo de los pensadores de las iglesias orientales en el siglo XX. Fue marxista y profesor de economía política y derecho en las universidades de Kiev y Moscú (desde 1897), siendo diputado en la Duma o parlamento ruso (1907), pero los mismos estudios de fondo antropológico y su experiencia personal le llevaron al cristianismo y a la iglesia ortodoxa, en la que se ordenó de sacerdote el año 1918. Perseguido y desterrado por las autoridades soviéticas (1923), empezó a enseñar en el Instituto de Teología Ortodoxa de París.

Una vida para la teología. Boulgakov fue filósofo y economista, un hombre implicado en la transformación social que desembocó en el marxismo soviético. Sus primeras obras, que tratan de economía, marxismo y comercio, se sitúan dentro del gran proceso de transformación de Rusia a comienzo del siglo XX. Éstos son sus títulos, traducidos al castellano: Capitalismo y agricultura I-II (1900); Del marxismo al idealismo (1903); La religión de la humanidad divina en L. Feuerbach (1905); Karl Marx como tipo religioso (1905); Filosofía y comercio (1912).

Pero en un momento dado, mientras la revolución social avanzaba inexorable en Rusia, Boulgakov fue descubriendo otro mundo interior (eclesial) y así elaboró una obra teológica de hondura impresionante. Sus libros, publicadas en ruso, han sido traducidas al francés y a otros idiomas, convirtiéndose en punto de referencia fundamental para el despliegue de la teología y cultura del siglo XX.  

Sus obras constituyen un sistema de pensamiento total, que puede dividirse en dos trilogías: (a) Boulgakov escribió una trilogía bíblico-simbólica, sobre el mundo creado, que viene a presentarse como revelación de Dios, en sus representantes creados más sublimes: La zarza ardiente (que es María, madre de Jesús), El amigo del Esposo (que es Juan Bautista), La escala de Jacob (que es el signo de lo angélico). Esas obras han sido traducidas ante todo al francés, bajo la supervisión del mismo Boulgakov y se siguen publicando (en París) con los títulos: Le Buisson Ardent, 1987; L'Ami de l'Époux, 1997; L'Échelle de Jacob: des Anges, 1987. En ellas se despliega el mundo misterioso de las obras de Dios, que son expresión y presencia de su Energía eterna. (b) Su segunda trilogía, de tipo dogmático, expone el despliegue y sentido del mundo increado, con el título general de La Sabiduría de Dios y la Teantropía; la misma Sophia de Dios se abre a los hombres, de manera que podemos hablar de una teo-antropía, es decir, de una deo-humanidad. Esta obra dogmática, que forma uno de los tratados teológicos más monumentales del siglo XX, consta también de tres volúmenes: El Cordero de Dios (cristología), El Paráclito (pneumatología), La esposa del Cordero (eclesiología y escatología).También estas obras han sido publicadas en versión francesa (en Paris): Du Verbe incarné, L'Âge d'Homme, 1982; Le Paraclet, 1996; L'Épouse de l'Agneau: la création, l'homme, l'Église et la fin, 1984

Lo que da coherencia al pensamiento de Boulgakov es la sofiología, un tema que él comparte con los otros grandes pensadores cristianos de Rusia → Soloviev y Florensky. Algunos le han acusado de gnosticismo (ideología espiritualista) y de idealismo (habría retomado el modelo de algunos pensadores alemanes del siglo XIX, en la línea de → Schelling y Hegel). Pero es muy difícil reducir de esa manera su pensamiento, filosóficamente denso, lleno de simbolismo místico. Tanto las obras ya citadas de las dos trilogías, como otras, que también han sido publicadas en francés, en París, (L'icône et sa vénération, 1996; La Lumière sans déclin, 1990; L'Orthodoxie, 1980) ,han empezado a ser traducidas a diversos idiomas como el italiano, el inglés y el alemán. Les espera, sin duda, un largo futuro. A continuación quiero poner de relieve dos rasgos esenciales del pensamiento teológico de Boulgakov: su insistencia en las hipóstasis divina (plano inmanente) y su manera de entender el despliegue de la divinidad.

Diccionario de pensadores cristianos - PDF - Editorial Verbo Divino

Las hipóstasis en Dios. Nadie que yo sepa ha desarrollado el pensamiento trinitario con la hondura de Boulgakov (Algunas de sus ideas pueden resultar demasiado especulativas, en una línea gnóstico/idealista, pero ellas nos permiten recuperar los mejores elementos de la gran tradición teológica de Oriente, que aquí aparece dialogando con la mejor filosofía moderna de occidente.

«En cuanto a la hipóstasis, Dios –el Sujeto Absoluto – es una personalidad tri-hipostática que reúne en su única conciencia personal todos los modos del principio personal: yo, tú, él, nosotros, vosotros... Manifestado hasta el fin e íntegramente realizado, el principio personal, la hipóstasis, es una personalidad tri-hipostática, donde la unidad personal se descubre en la realidad de los tres centros hipostáticos o hipóstasis, en la tri-unidad. Éste es propiamente el número divino: ni tres ni uno, sino, en su forma singular, tres en uno, Trinidad. Este ser hipostático no se realiza estáticamente, como la conciencia de un yo unipersonal, inmóvil, posándose en sí mismo, como la conciencia de un yo separado, aislado en sí mismo (de todas formas, este estático, este yo que se cierra y busca en sí mismo su culminación no es más que una apariencia, porque todo yo implica tú, nosotros, vosotros).

El ser hipostático divino se realiza cinéticamente (en movimiento), como el acto por el cual, desde toda la eternidad, él se afirma trinitariamente en otro. Esta afirmación actual de sí constituye el amor: las hogueras de la tri-hipóstasis divina se abrazan en cada uno de los centros hipostáticos, sólo para unirse, para identificarse, saliendo fuera de sí para penetrar cada una en el otro, por la ardiente renuncia del amor personal. En sentido estático la personalidad uni-hipostática es el polo de la afirmación de sí y de la repulsión, ella es egocéntrica. Dinámicamente, la personalidad se realiza como fuente de amor que renuncia a sí mismo, extasiándose en otro yo.

La Santa Trinidad, siendo personalidad, es justamente un principio personal cinético de ese tipo. En ella, el ser estático de cada centro personal es el origen de una egresión o salida actual, donde la afirmación personal de sí se encuentra sobrepasada y abolida; y la persona se realiza como anillo de este amor trinitario, conteniendo en sí mismo la fuente de su movimiento. Por esta razón hay que decir de la Persona Divina que, siendo tri-hipostática, es tan real en una sola hipóstasis como en las tres, pues ella es la reciprocidad del amor eternamente realizado que trasciende la singularización personal e idéntica de tres en uno y, sin embargo, existe ella misma en la existencia real de estos tres centros personales…

La personalidad divina, única y tri-hipostática, define la naturaleza divina... Siendo tri-hipostático, Dios tiene su naturaleza única, y esta naturaleza la posee, tanto en cuanto es tri-unidad divina en su unidad, como en cuanto es hipóstasis en su ser: no solamente el Hijo es consustancial al Padre (cosa de la que se discutió en tiempos del arrianismo), sino que el Espíritu santo es también consustancial al Padre y al Hijo. Las tres hipóstasis tienen su naturaleza, pero no en común, no en una posesión común, ni por tanto cada una para sí (cosa que sería el triteísmo), sino como una naturaleza única para todas... En la relación de la Personalidad divina con su naturaleza hay una diferencia radical respecto de aquello que sabemos del espíritu creado».

El despliegue divino. Boulgakov es quizá el teólogo que más ha reflexionado sobre la kénosis de Dios, vinculando así los dos grandes misterios: la encarnación kenónica de Cristo y el del despliegue kenónitico de las personas trinitarias, que son en la medida en que se entregan. En el capítulo final de mi libo sobre Los origenes de Jesús (Salamanca 1977) desarrollé, desde una perspectiva más bíblica, los elementos fundamentes del modelo teológico de Boulgakov, que sigue riendo apasionante, a pesar de sus posibles riesgos gnóstico.

«El principio (arkhê) de la naturaleza divina, como de toda la Trinidad, es el Dios-Padre. Él posee su naturaleza, y esta posesión es un acto hipostático, co-hipostático e inter-hipostático. Dios se encuentra como naturaleza no en sí mismo ni por sí mismo, sino saliendo de sí mismo, dando como Padre nacimiento al Hijo. La paternidad es la imagen del amor donde aquel que ama quiere poseerse no en sí mismo, sino fuera de sí, para dar su yo a este otro-yo, identificado con él, para manifestar su yo en un nacimiento espiritual... El espíritu creado no es capaz de concebir este engendramiento del Hijo por el Padre, engendramiento de la persona por la persona. Esta fuerza engendrante es el éxtasis de la salida de sí mismo, una «devastación» de sí mismo que es, al mismo tiempo, la realización de sí por este engendramiento en el que Dios realiza su naturaleza hipostáticamente límpida, el «sí mismo», en la hipóstasis del Hijo, que es su Verbo. Para el Padre, engendrar es vaciarse a sí mismo, darse a sí mismo y todo lo que es suyo a un otro, un éxtasis de sacrificio que consuma todo...

El Padre engendra, el Hijo nace: dos imágenes del nacimiento, una activa, otra pasiva. No puede entenderse aquí el surgimiento a partir del no-ser, de algo que antes no existía, pues las hipóstasis divinas son igualmente eternas. El Padre es la causa (aitia) del Hijo, pero no en el seno de su origen, sino solamente en el seno de su reciprocidad eterna: reciprocidad del engendrador y del engendrado, del revelador y del revelado, del sujeto y del predicado. Sin embargo, aquello que de parte del Padre es engendramiento activo es de parte del Hijo nacimiento pasivo, natividad obediente. El Hijo en tanto que Hijo se posee a sí mismo (posee lo suyo) no como sí mismo en lo suyo..., sino como imagen del Padre. La filiación espiritual consiste precisamente en que el Hijo se vacía a sí mismo en el nombre del Padre: la filiación es ya kénosis eterna...

El amor del Hijo es la humildad del sacrificio, de la renuncia de sí. Y si el Padre no quiere poseerse en si mismo, sino fuera de sí mismo, en el Hijo, el Hijo tampoco quiere poseerse para sí, sino que ofrece su «suidad» personal en sacrificio a su Padre; de esa forma, el Verbo se hace mudo en sí mismo, haciéndose Verbo del Padre; siendo rico, él se despoja y queda en silencio en el seno del Padre. El sacrificio del amor paterno es la renuncia, la aniquilación de sí mismo por el nacimiento del Hijo. El sacrificio del amor filial es el vaciamiento de sí mismo por el nacimiento ex Patre, en la aceptación de su nacimiento como natividad.

Éstos no son sólo hechos eternos, sino que son también actos, acciones, de una parte y de la otra. En su realidad, el sacrificio del amor es dolor eterno; no es dolor de limitación, que sería incompatible con el absoluto de la vida divina, sino dolor de la autenticidad del sacrificio y de su inmensidad. Este dolor del sacrificio no solamente no contradice la bienaventuranza total de Dios, sino que, al contrario, es el fundamento de esta bienaventuranza, que sería vacía e irreal si no estuviera fundada sobre un sacrificio auténtico, sobre la realidad del sufrimiento. Si Dios es amor, él es también sacrificio que, a través del sufrimiento, manifiesta la fuerza victoriosa del amor y su alegría».  

Espíritu divino y despliegue trinitario

                              (La hipóstasis y ousía en la Santa Trinidad). Dios es Espíritu y como tal Él tiene una conciencia personal de sí (la hipóstasis) y una naturaleza (la esencia, ousia). Y esta unión indisoluble de la naturaleza y de la hipóstasis es la vida de la divinidad en sí misma. La divinidad es toda junta personalmente consciente y naturalmente concreta. Esta relación entre la hipóstasis y la naturaleza, su vinculación indestructible, es propia tanto del espíritu divino como de la creatura. En este campo no existe entre ambos una diferencia esencial.

               En cuanto a la hipóstasis, Dios –el Sujeto Absoluto– es una personalidad tri-hipostática que reúne en su única conciencia personal todos los modos del principio personal: yo, tú, él, nosotros, vosotros... Manifestado hasta el fin e íntegramente realizado, el principio personal, la hipóstasis, es una personalidad tri-hipostática, donde la unidad personal se descubre en la realidad de los tres centros hipostáticos o hipóstasis, en la tri-unidad.  Éste es propiamente el número divino: ni tres ni uno, sino singularmente tres en uno, Trinidad.  Este ser hipostático no se realiza estáticamente, como la conciencia de un yo unipersonal, inmóvil, posándose en sí mismo, como la conciencia de un yo separado, aislado en sí mismo (de todas formas, este estado estático, este yo  que tiene en sí mismo su culminación no es más que una apariencia, porque todo yo implica tú, nosotros, vosotros). El ser hipostático divino se realiza cinéticamente (en movimiento), como el acto por el cual, desde toda la eternidad, él se afirma trinitariamente en otro. Esta afirmación actual de sí es el amor: las hogueras  de la tri-hipóstasis divina se abrazan en cada uno de los centros hipostáticos, sólo para unirse, para identificarse, saliendo fuera de sí para penetrar cada una en el otro, por la ardiente renuncia del amor personal.

En sentido estático la personalidad uni-hipostática es el polo de la afirmación de sí y de la repulsión, ella es egocéntrica.  Dinámicamente,  la personalidad se realiza como fuente de amor que renuncia a sí mismo, extasiándose en otro yo.  La Santa Trinidad, siendo personalidad, es justamente un principio personal cinético de ese tipo. En ella, el ser estático de cada centro personal es el origen de una egresión o salida actual, donde la afirmación personal de sí se encuentra sobrepasada y abolida; y la persona se realiza como anillo de este amor trinitario, conteniendo en sí mismo la fuente de su movimiento. Por esta razón hay que decir de la Persona Divina que, siendo tri-hipostática, es tan real en una sola hipóstasis como en las tres, pues ella es la reciprocidad del amor eternamente realizado que trasciende la singularización personal e idéntica de tres en uno y, sin embargo, existe ella misma en la existencia real de estos tres centros personales.

               (La personalidad tri-hipostática). La divinidad tri-hipostática es una Persona única, a pesar de esta tri-hpostasia o, más bien, en virtud de ella. Y en esta unidad de su personalidad (que no es por esto mono-hipostática), el espíritu divino no se distingue, por esto, formalmente, del espíritu creado. Y la personalidad divina vive realizando su vida en su naturaleza. La personalidad divina, única y tri-hipostática, tiene su naturaleza divina: esta es la definición fundamental de la iglesia. Siendo tri-hipostático, Dios tiene su naturaleza única, y esta naturaleza la posee, tanto en cuanto es tri-unidad divina en su unidad, como en cuanto es hipóstasis en su ser: no solamente el Hijo es consustancial al Padre (cosa de la que se discutió en tiempos del arrianismo), sino que el Espíritu santo es también consustancial al Padre y al Hijo. Las tres hipóstasis tienen su naturaleza, pero no en común, no en una posesión común, ni por tanto cada una para sí (cosa que sería el triteísmo), sino como una naturaleza única para todas... En la relación de la Personalidad divina con su naturaleza hay una diferencia radical respecto de aquello que sabemos del espíritu creado.

Para el espíritu creado su propia naturaleza es algo dado... El espíritu creado, en la medida en que vive, acumula para sí un contenido siempre nuevo de existencia;  y su propia naturaleza le es, a causa de esto, un don y una eventualidad; la naturaleza es para el espíritu este ­no-yo, que sólo pertenece a su yo por una predestinación ontológica... Por esta razón, el yo no sólo se manifiesta por este no-yo,  sino que está limitado por él... El no-yo es el límite del yo, siendo yo en potencia, es decir, que, estando destinado a entrar en la vida del yo, en su plena disposición, el no-yo  sigue estando dado para el yo.  En el yo, el hombre lleva también el no-yo; el hombre no es nunca trasparente a sí mismo y permanece siempre insondable. En este sentido, el espíritu creado no es un ser que se afirma a sí mismo...

En el Espíritu divino, la relación entre la persona y la naturaleza está determinada de un modo totalmente distinto; no hay en él nada que sea dado (impuesto desde fuera) o no realizado. El Espíritu divino está íntegramente en sí mismo y es trasparente hasta el límite. Su naturaleza no es para él un no-yo, como límite o potencial no actualizado. Dios se conoce por un saber absoluto, exhaustivo... (cf. 1 Cor 2, 10). Por eso, aunque la naturaleza en Dios sea distinta de la hipóstasis, ella está totalmente hipostasiada, haciéndose consciente, trasparente y realizada en la vida personal de la divinidad... La naturaleza divina pertenece plenamente y hasta el límite a Dios; ella está personalmente realizada... A causa de este estado realizado, aunque la naturaleza en Dios se distinga de su personalidad, ella no debe oponerse a esa personalidad como si fuera otro principio, un «cuarto» en la Santa Trinidad, «una divinidad» en Dios...

La naturaleza divina no puede convertir la tríada divina en cuaternidad, porque ella no puede ser yuxtapuesta, añadida, en cuanto categoría, a las hipóstasis, como si fuera un principio diferente, original, lo mismo que las hipóstasis. Ella es perfectamente trasparente  a las hipóstasis divina y, en ese sentido, se identifica con ella, conservando su propia existencia.  La naturaleza está eternamente hipostasiada en Dios, como la vida adecuada de las hipóstasis, mientras que las hipóstasis están eternamente religadas en su vida con la naturaleza, permaneciendo distintas de ella Esta trasparencia de la naturaleza a las hipóstasis, en su adecuación total, se realiza en la unidad de la vida tri-hpostática, conforme a la tri-hipostasia de la personalidad divina. Dios posee su naturaleza por una afirmación personal de sí, pero una naturaleza tri-hipostáticamente personal. La naturaleza de Dios es la única naturaleza del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo; y por su parte cada hipóstasis posee la naturaleza a su manera, para ella misma y para las otras hipóstasis, en el seno del ciclo trinitario.

(Padre) El principio (arkhê) de la naturaleza divina, como de toda la Trinidad, es el Dios-Padre. Él posee su naturaleza, y esta posesión es un acto hipostático, co-hipostático e inter-hipostático. Dios se encuentra como naturaleza no en sí mismo ni por sí mismo, sino saliendo de sí mismo, dando como Padre nacimiento al Hijo. La paternidad es la imagen del amor donde aquel que ama quiere poseerse no en sí mismo, sino fuera de sí, para dar su yo a este otro-yo, identificado con él, para manifestar su yo en un nacimiento espiritual...  El espíritu creado no es capaz de concebir este engendramiento del Hijo por el Padre, engendramiento de la persona por la persona. Esta fuerza engendrante es el éxtasis de la salida de sí mismo, una «devastación» de sí mismo que es, al mismo tiempo, la realización de sí por este engendramiento en el que Dios realiza su naturaleza hipostáticamente límpida, el «sí mismo», en la hipóstasis del Hijo, que es su Verbo.. Para el Padre, engendrar es vaciarse a sí mismo,  darse a sí mismo y todo lo que es suyo a un otro, un éxtasis de sacrificio que consuma todo...

               (Manifestación tri-hipostática. Padre e Hijo). El Padre engendra, el Hijo nace: dos imágenes del nacimiento, una activa, otra pasiva. No puede entenderse aquí el surgimiento a partir del no-ser, de algo que antes no existía, pues las hipóstasis divinas son igualmente eternas. El Padre es la causa (aitia) del Hijo, pero no en el seno de su origen, sino solamente en el seno de su reciprocidad eterna: reciprocidad del engendrador y del engendrado, del revelador y del revelado, del sujeto y del predicado. Sin embargo, aquello que de parte del Padre es engendramiento activo

es de parte del Hijo nacimiento pasivo, natividad obediente.  El Hijo en tanto que Hijo se posee a sí mismo (posee lo suyo) no como sí mismo en lo suyo..., sino como imagen del Padre. La filiación espiritual consiste precisamente en que el Hijo se vacía a sí mismo en el nombre del Padre: la filiación es ya kénosis eterna... El amor del Hijo es la humildad del sacrificio, de la renuncia de sí. Y si el Padre quiere poseerse fuera de sí mismo en el Hijo, el Hijo tampoco quiere poseerse para sí, sino que ofrece su «suidad» personal en sacrificio a su Padre; de esa forma, el Verbo se hace mudo en sí mismo, haciéndose Verbo del Padre; siendo rico, él se despoja y queda en silencio en el seno del Padre.

               El sacrificio del amor paterno es la renuncia, la aniquilación de sí mismo por el nacimiento del Hijo. El sacrificio del amor filial es el vaciamiento de sí mismo por el nacimiento ex Patre,  en la aceptación de su nacimiento como natividad. Estos no son sólo hechos eternos, sino que son también actos, acciones, de una parte y de la otra. En su realidad, el sacrificio del amor es dolor eterno; no es dolor de limitación, que sería incompatible con el absoluto de la vida divina, sino dolor de la autenticidad del sacrificio y de su inmensidad. Este dolor del sacrificio no solamente no contradice la bienaventuranza total de Dios, sino que, al contrario, es el fundamento de esta bienaventuranza, que sería vacía e irreal si no estuviera fundada sobre un sacrificio auténtico, sobre la realidad del sufrimiento. Si Dios es amor, él es también sacrificio que, a través del sufrimiento, manifiesta la fuerza victoriosa del amor y su alegría.

                Aquí tiene lugar no sólo el acto del sacrificio, sino el testimonio triunfante del amor y el conocimiento que la naturaleza divina tiene de sí misma – no el nacimiento, sino la procesión–. El Espíritu Santo procede del Padre y es recibido por el Hijo. Él es la tercera persona de la Santa Trinidad, porque establece la reciprocidad del Padre y del Hijo. Dios define idealmente (plano del entendimiento) su naturaleza en el engendramiento de su Verbo Eterno por el Padre. Y la realidad  de esta naturaleza se prueba a través del Espíritu Santo. No hay en Dios ninguna definición de sí que no sea hipostática. Por eso, la toma de conciencia de su naturaleza como realidad  es el acto hipostático de la procesión del Espíritu Santo. De esta manera se encuentra determinada, no solo la relación del Espíritu Santo y el Padre, sino también la del Padre y el Hijo.

Esta relación hipostática  es su amor mutuo. El Espíritu Santo ama al Hijo, porque «reposa» sobre él. Con él, en una díada inseparable, el Espíritu descubre al Padre y ama al Padre  como la fuente del amor: el Primer Agente. El Espíritu  no revela el Hijo al Padre, ni el Padre al Hijo, sino que les une en la realidad de su naturaleza divina. Se puede decir en este sentido, en cuanto a su procesión, que ella no es activa, sino pasiva: el Espíritu Santo proviene, se despliega. Y él no se descubre a sí mismo, porque no tiene contenido propio: él anuncia aquello que dice el Hijo en el nombre del Padre. Es el Espíritu de la Verdad, no la Verdad. En él y por él deviene límpida la profundidad de Dios, como la verdad y la belleza totalmente real. El Dios tri-hipostático tiene su naturaleza como el acto tri-único y uni-trinitario del amor del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, la única naturaleza de las tres hipóstasis.(La Sagesse divine et la Théantropie. Du Verbe Incarné (Agnus Dei), Aubier, Paris 1943, 13-20).

Congar, Y. M. (1904-1995).

CONGAR Yves

Teólogo católico francés, de la Orden de los Dominicos. Estudió en el Instituto Católico de París y en la Facultad de Teología de Saulchoir (Bélgica), donde fue nombrado profesor el año 1932, realizando una gran labor de investigación y docencia. El año 1939 fue movilizado como ayudante médico del ejército francés, siendo tomado prisionero y permaneciendo por cinco años (1940-1945) en un campo de concentración, bajo el poder de los nazis. Durante esos años tomó el compromiso de actualizar el pensamiento teológico de Santo Tomás y el sentido más hondo de la vida cristiana (la estructura de la Iglesia) a partir de las fuentes patrísticas, en vinculación con los nuevos movimientos eclesiales y sociales. Éstos serán los rasgos más salientes de su obra: compromiso con el mundo obrero, valoración del laicado, búsqueda ecuménica, reforma o transformación de las estructuras clericales.

La gran prueba (1946-1960). Congar había elaborado unas categorías eclesiológicas distintas de las empleadas por la Curia Vaticana, que interpretaba la Iglesia como una sociedad perfecta, organizada de un modo jerárquico, en línea piramidal, de manera que todos los problemas se solucionaban por autoridad, desde arriba. Conforme a esa visión romana, el Papa y los obispos estaban encargados por Dios de dirigir la Iglesia y los fieles no tenían más que obedecer, recibiendo agradecidos el don de santidad y el magisterio de sus pastores. En contra de eso, fundándose en la tradición más antigua de la Iglesia y buscando una comunicación más intensa con las restantes comunidades cristianas,

Congar venía concibiendo a la Iglesia como Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo, donde todos los fieles eran responsables de su fe, dialogando unos con otros. En esa línea, él entendía la Iglesia como una fraternidad en la que todos (ministros y laicos) comparten el mismo Espíritu de Cristo y poseen un mismo sacerdocio, pudiendo así abrirse, en libertad y gesto amistoso, hacia todos los hombres y mujeres de la tierra. Por pensar así fue marginado y desterrado.

Congar cuenta en su diario (publicado después de su muerte) las medidas de silenciamiento y expulsión progresiva a las que fue sometido, siguiendo las órdenes del Santo Oficio (ahora Congregación para la Doctrina de la Fe), que sus hermanos de la Orden dominicana tuvieron que acepar. No eran temas dogmáticos, en el sentido teórico del término, sino de vida concreta, de institución eclesial, de misión evangélica y de diálogo entre todos los cristianos. Estos serán, precisamente, los problemas que el Vaticano II plantearía de un modo abierto, a partir de 1960, en su programa de aggiornamento o actualización cristiana. Los superiores de la Orden le exigieron que aceptara los castigos y guardara silencio, cosa que hizo, de un modo ejemplar, aunque, pasados los años, llegó a pensar que esa había sido una actitud poco cristiana, que hubiera sido mejor oponerse a los dictados de la autoridad (para todo lo que sigue, Diario de un teólogo, Madrid 2005).

El problema se fundaba en el hecho de que Roma se opuso a la actitud de diálogo de Congar, suponiendo que el diálogo iba en contra de la verdad ya poseída para siempre por la misma Iglesia Católica. Congar pensaba que la verdad del cristianismo es de tipo dialogal (ecuménico); en contra de eso, la teología romana tenía la certeza de que la verdad debe mantenerse por encima de todo, sin dejar lugar al diálogo. Pues bien, en ese contexto se situaba el interés de Congar por los laicos, a quienes veía como interlocutores autorizados, que no pueden limitarse a escuchar y obedecer los mandatos de la jerarquía, sino que deben decir su palabra, de un modo concreto.

En ese momento, a partir del año 1945, en sintonía con otros teólogos de Holanda y Alemania, que buscaban una renovación interna y externa de la Iglesia, en línea de apertura al mundo y de participación de todos los creyentes, Congar vino a presentarse, quizá sin haberlo buscado, como representante de una teología abierta a la libertad y a la comunión de los cristianos en el mundo (con el mundo). En contra de esa actitud de diálogo se fue extendiendo desde 1946, en los medios más afines a la jerarquía católica, una campaña de rechazo, que cristalizó en 1950, con la Encíclica de → Pío XII, Humani generis, donde se condenaban las teorías de la evolución y se rechazaba en el fondo un tipo teología personalista, abierta a la libertad de los creyentes y al diálogo ecuménico. En ese momento, por exigencias de la Curia Vaticana, los superiores de la Orden impusieron a Congar la obligación de guardar silencio: no podía pronunciar conferencias públicas, ni participar en encuentros con otros grupos de creyentes, ni publicar libros sin permiso de sus superiores.

Esas medidas fueron creando un clima de incertidumbre, que hacía cada vez más difícil su labor de teólogo. A pesar de ello, Congar siguió realizando su trabajo innovador, como lo muestra su obra programática Vraie et fausse réforme dans l’Église (Paris 1950, versión cast. Verdaderas y falsas reformas en la Iglesia, Madrid 1953). Por entonces (cf. prólogo del 22, XII, 1951), culminó su obra cumbre sobre el laicado, que sigue siendo un libro de referencia obligada para los interesados por el tema (Jalons por une Théologie du Laïcat, Paris 1953; versión cast: Jalones para una teología del laicado, Barcelona 1961). Estas obras hicieron que crecieran las sospechas.

Tiempos de exilio. La crisis final estalló el año 1954, cuando la Curia Romana pidió a los sacerdotes obreros de Francia, que mantuvieran su carácter sagrado más tradicional, sin mezclar su ministerio ni su vida con los problemas de una clase obrera cada vez más inclinada hacia un tipo de socialismo o compromiso popular poco acorde con la visión vaticana del cristianismo. Congar, que buscaba una Iglesia donde los laicos fueran protagonistas de su propia fe, en diálogo con el mundo, en comunión con las restantes confesiones cristianas, había declarado abiertamente su solidaridad y respeto hacia la experiencia de los sacerdotes obreros, que ha podido tener su defectos, pero que se encuentra en la base de casi todos los movimientos posteriores de inserción social de la Iglesia.En ese momento las presiones de la Curia Romana se volvieron más duras, de manera que el Maestro General de los Dominicos tuvo que expulsar de la cátedra a Congar y a otros profesores del Centro Teológico de Le Saulchoir.

Comenzó de esa manera un tiempo de exilio interior y exterior que le llevó básicamente a tres lugares. a. Residió en Jerusalén (1954-1955) donde aprovechó los meses de estancia tranquila para conocer mejor a los judíos, musulmanes y cristianos de Palestina, pudiendo estudiar en la École Biblique y escribir uno de sus libros más hermosos, dedicado a la historia, sentido y actualidad del templo de Jerusalén, como símbolo de presencia universal de Dios entre los hombres, a través del Cristo (Le Mystère du Temple, Paris 1958; versión cast.: El misterio del templo, Barcelona 1958). b. Pasó unos meses en Roma (1955), donde fue examinado por Santo Oficio, como él mismo recordará con gran dolor en el Diario, donde protesta contra los métodos de silenciamiento de la Curia vaticana, que él compara con los empleados por algunos escribas judíos del tiempo de Jesús y con los utilizados por los nazis, que él conocía por su estancia en los campos de concentración.

c. Permaneció por un tiempo en Cambridge (1956) donde están fechadas algunas de sus cartas familiares más dolientes, que reflejan su profunda ansiedad e incluso un tipo de cólera personal ante su destino. Obedeció en lo externo y dialogó con los representantes de la Iglesia y cultura de Inglaterra, pero se sintió desterrado de su tierra y de su gente, de manera que vivió ya siempre con el sufrimiento de una herida mayor que la de los campos de concentración del tiempo de la guerra. d. El año 1956 pudo volver a Estrasburgo, ya más cerca de su lugar de trabajo y de sus amigos, con la herida de un exilio que ya nunca podrá curar. Había estado en algunos de los lugares más emblemáticos de la historia y cultura de occidente (Jerusalén, Roma, Cambridge, ahora Estrasburgo), pero había perdido lo más hondo de la vida, un tipo de cercanía amistosa, de confianza ingenua en su iglesia.

En este contexto se inscribe su reflexión sobre la “teología del Vaticano”, uno de los juicios más duros posibles, escritos por un teólogo fiel y perseguido, a quien después harán Cardenal de la Iglesia, cuando ya sea demasiado mayor para comprometerse de un modo combativo por la causa de la libertad. La causa de los problemas de Congar es «haber abordado problemas sin alinearme en el único artículo que quieren imponer al comportamiento de toda la cristiandad y que consiste en: no pensar, no decir nada, sino que hay un Papa que piensa todo, que dice todo, y respecto al cual toda la cualidad del católico será obedecer... El Papa actual, sobre todo después de 1950, ha desarrollado, hasta llegar a ser una obsesión, un régimen paternalista consistente en que él, él solo, diga al mundo y a cada uno lo que es necesario pensar y cómo hay que actuar.

Desea reducir a los teólogos a simples comentadores de sus discursos y a dejarse la veleidad de pensar cualquier otra cosa, o a emprender una dirección al margen de ese comentario; salvo, ciertamente, en problemas sin importancia...». Así escribió a su madre, anciana de más de ochenta años, en una carta conmovedora: «Yo no he dicho nada, o casi, pero tú has adivinado mucho. Mucho más que tantos hermanos [de la Orden] y amigos míos, menos habituados al sufrimiento y al amor...» (carta del 10 de septiembre de 1956, en Cambridge, durante su tercer exilio; recogida Diario de un teólogo. 1946-1956 (Madrid 2004).  

Área de estudio de las tradiciones. En contra de una Escolástica que tiende a privilegiar un tipo de sistema normativo de argumentación y teología (válido para siempre) y frente a un tipo de Magisterio dogmático, que tiende a fijar la experiencia religiosa en una doctrina definida de manera impositiva, Congar acentúa el carácter específicamente cristiano de la tradición, que es una siendo múltiple, viniendo a presentarse de esa forma como signo privilegiado de la presencia del Espíritu Santo. Eso significa que las “inspiraciones” del Espíritu Santo con-curren, se vinculan y enriquecen mutuamente, en el diálogo creador de las diversas tradiciones eclesiales que expresan la más honda experiencia cristiana. Cf. La Tradition et les Traditions (Paris 1960, versión cast. Tradición y Tradiciones I-II, San Sebastián 1964). En esa línea sigue La Tradition et la Vie de l’Église (Paris 1968).

Enchiridion Trinitatis - Secretariado Trinitario

  1. Área de eclesiología propiamente dicha. La Iglesia ha sido el objeto privilegiado del amor y del trabajo, de la oración y reflexión, de Y. Congar, desde su tesis doctoral (sobre La Unidad de la Iglesia, 1928), pasando por sus ensayos eclesiológicos más breves y sus reflexiones sobre los ministerios y el ecumenismo, hasta los últimos estudios, en los que presenta a la Iglesia como misterio de salvación universal. Congar no ha publicado una eclesiología sistemática propiamente dicha, quizá por su misma visión plural y abierta de los temas y por su talante multiforme, sinfónico, abierto a las diversas perspectivas, reacio a toda sistematización apresurada; pero sus estudios son fundamentales para comprender el origen, despliegue histórico, pluralidad y sentido actual de la Iglesia. Cf. Esquisses du Mystère de l’Église (Paris 1953); Sainte Église. Études et approches ecclésiologiques (Paris 1963, versión cast.: Santa Iglesia, Barcelona 1965); Ministères et communion ecclésiale (Paris 1971, versión cast.: Ministerios y comunión eclesial, Madrid 1973); Un Peuple Messianique (Paris 1975, version cart. Un Pueblo Mesiánico, Madrid 1976). Especiadamente significativo es su trabajo: Propiedades esenciales de la iglesia, en Mysterium Salutis, IV-I (Madrid 1973, 371-516, 547-610; 1ª edición alemana en 1972).
  2. Área de pneumatología. Todos los aspectos anteriores desembocan en la gran obra teológica de Congar, donde confluyen y culminan los diversos caminos de su investigación y experiencia creyente, tanto en plano de historia y tradición, como de diálogo ecuménico y compromiso eclesial. En el fondo, toda su misión, como cristiano y como teólogo comprometido con la vida de los hombres, se condensa en este intento: el descubrimiento y despliegue del Espíritu Santo en la experiencia de la Iglesia, al servicio de la humanidad. Aquí se anudan sus estudios sobre teología oriental y occidental, con su visión de la libertad personal y de la comunión de los creyentes y de todos los hombres, que se funda siempre en el don de Dios. Si pudiéramos fijar de algún modo la aportación y figura de Congar, tendríamos que presentarle como un hombre que ha creído en el Espíritu de Cristo y que se ha mantenido fiel a esa creencia, en medio de las dificultades de una vida azarosa, que ha conocido el exilio más fuerte y el reconocimiento más universal, para desembocar en una larga enfermedad, que le postrado durante largos años en un lecho de impotencia. Es significativo que los últimos esfuerzos de creatividad intelectual los haya dedicado a elaborar su obra monumental sobre el Espíritu Santo. Cf. Je crois en l’Esprit Saint I-III (Paris 1979-1980, versión cast. en un solo volumen: El Espíritu Santo, Barcelona 1983).
  3. Espíritu de Dios, Espíritu del hombre. Toda la obra de Congar está condensada en un trabajo Espíritu y Espíritu Santo (original alemán: Geist und Heiliger Geist, Freiburg 1982; versión cast. Sobre el Espíritu Santo, Salamanca 2003). Este libro es un testamento espiritual, el libro de un hombre que escribe con libertad, sin resentimiento, para ofrecer a sus amigos y a todos los que quieran escucharle un testamente de esperanza, centrado en la experiencia y acción del Espíritu Santo. Por eso, deja a un lado algunos temas de pura polémica, las disputas confesionales, las posibles críticas contra una institución que tiende a cerrarse en sí misma, y sitúa la vida de la humanidad y de la iglesia a la luz del Espíritu de Dios. En cierto sentido, es un texto de pneumatología (una especie de pequeño tratado sobre el Espíritu Santo), pero al mismo tiempo es un libro de antropología y eclesiología, un testimonio de humanidad. Estos son los temas y el contenido básico de sus cuatro capítulos:
  4. El Espíritu Santo en la historia y en la actualidad. Este capítulo primero ofrece una antropología básica, centrada en la experiencia del hombre como viviente que se encuentra “animado” (fundado y desbordado, al mismo tiempo) por el Espíritu de Dios. Ciertamente, el hombre tiene otros aspectos y elementos: es una mente racional, es un trabajador, alguien que actúa de manera programada y organiza su vida en forma de sistema social o intelectual. Pero, siguiendo la experiencia de la Biblia y de la Iglesia antigua y fijándose en la experiencia de la actualidad, Congar ha destacado el aspecto carismático de fondo de todos los hombres, a quienes define como un seres habitado, animado y enriquecido, por el Espíritu, es decir, por la presencia de Dios.
  5. Dificultades, objeciones críticas. Como buen francés, heredero de las tradiciones cartesianas y positivistas de la modernidad, pero no para asumirlas sin más, sino para tenerlas en cuenta. Por eso se siente obligado a plantear y superar las objeciones que elevan en contra del Espíritu muchos de sus contemporáneos: unos dicen que el mundo es lo que es, que no hay lugar para presencias superiores de espíritus de Dios; otros afirman que hablar del espíritu es caer en el irracionalismo o despreciar el cuerpo; otros sostienen que todo este discurso religioso sobre el Espíritu de Dios es una simple proyección de la debilidad o fantasía humana. Pues bien, fundado en la más honda tradición cristiana, pero apelando también a la riqueza de la experiencia humana, Congar ha querido escuchar y superar esas críticas, presentando al Espíritu de Dios como expresión de la hondura y trascendencia del hombre, como aquello que más hondamente le define. De esa forma, siendo un cartesiano, viene a definirse como más que cartesiano, por riqueza interior, por experiencia de misterio.
  6. El Espíritu es fuente de vida en nuestras personas y en la Iglesia. Congar descubre y describe la experiencia del Espíritu Santo como expresión de una riqueza y una vida que sólo puede expresarse de un modo testimonial. Por eso, en su último libro sobre el Espíritu Santo, él ha querido trasmitir la experiencia de una interioridad personal, que se abre de un modo gratuito hacia el principio de toda existencia (que es el Espíritu de Dios). Congar nos ha ofrecido así el testimonio de una palabra que desborda todas las palabra y se viene a formular como oración, en libertad personal; él ha transmitido la experiencia de una liberación corporal y social que se abre, por la iglesia, hacia todos los hombres. En este contexto ha formulado Congar sus más hondas reflexiones sobre el carácter testimonial de una iglesia que viene a viene a presentarse como sinfonía de sonidos, comunión de personas, en comunicación de amor, superando toda imposición de tipo jurídico o puramente jerárquico. La reflexión sobre la Iglesia se vuelve así meditación abierta al testimonio de la vida, es decir, a la misión de los cristianos, en medio del mundo.
  7. Teología de la Tercera Persona. Sólo en este contexto, al final del libro, a modo de conclusión, Congar ha querido condensar y ofrecer las claves de una teología del Espíritu Santo, retomando básicamente las tendencias y caminos de la iglesia de Oriente y de Occidente, que a su juicio son distintas, pero no contradictorias. Aquí se muestra profundamente respetuoso con la tradición de fondo (la Vida de Dios es el Espíritu de Cristo) y con las diversas tradiciones eclesiales, valorando las formulaciones de los griegos y de los latinos y abriéndose, al mismo tiempo, a las nuevas perspectivas de algunos teólogos muy significativos del siglo XX (como K.Rahner o H. Mühlen). No ha querido ofrecer una solución definitiva, pues no existe (y de existir sería dictatorial), pero nos ha llevado al lugar donde la experiencia y reflexión sobre el Espíritu Santo nos permite vislumbrar la armonía y belleza salvadora de Dios, desde el mismo fondo de nuestra humanidad, abierta al misterio de la vida. 

 Evolución y sentido de la noción de persona

La noción de persona, que la filosofía ha tomado prestada de la teología trinitaria y que después ella ha profundizado, nos ayuda a comprender mejor el misterio de la Trinidad y el de la Iglesia. Pero debemos tener en cuenta el valor analógico y relativo de esa noción. Y. Congar, que fue más historiador que teólogo, supo matizar las aportaciones de Th. de Régnon, que Amor Ruibal y Zubiri habían aceptado quizá de un modo demasiado esquemático, pero siguió tomándolas como referencia buen punto de referecia

               (Diversas personas, diversos dones en la iglesia). El conocimiento de la Trinidad de Dios, el misterio de las personas y de sus procesiones nos permite valorar con una profundidad nueva una verdad que la filosofía ha explorado con mucho gusto: la persona se realiza no en el aislamiento, sino en la relación de conocimiento y de amor con otros. La Iglesia aparece como una comunión de personas, una comunicación mutua de diferentes dones, por la cual se construye la unidad [...]. Cada persona tiene sus dones, su vocación, su historia. Cristianamente, ella los vive en la Iglesia e incluso ella construye de esa forma la Iglesia. Nosotros estamos aquí en la base de la teología de los carismas y de la pneumatología. Los carismas son los dones de la naturaleza y de la gracia que el Espíritu Santo nos hace orientar hacia la construcción del Cuerpo de Cristo (cf. 1 Cor 12). Algunos de ellos son raros, incluso extraordinarios. Algunos son del todo simples (Essais oecuméniques, Le Centurion, Paris 1984, 304).     

(Espíritu Santo como persona, las personas trinitarias). Es verdad que el Espíritu Santo aparece a veces en la Escritura y también en la experiencia cristiana más como una fuerza que como una «persona». Existe, pues, una especie de eclipse  del Espíritu Santo detrás del don que nos ofrece... El Espíritu Santo nos hurta intencionadamente su rostro y evita ponerse ante nosotros. En cuanto a las imágenes que permiten pensar en el Espíritu Santo, hablar de él y alegrarse por su causa, ellas tienen el inconveniente de no evocar una persona... Algunas imágenes reflejan una acción potente: el viento, el fuego, el agua viva, pero también el pájaro que vuela y planea. Sin embargo, en san Pablo hay muchas fórmulas... en las que el Espíritu Santo aparece como  sujeto de actos relacionados con nuestra vida espiritual... En San Juan es «otro Paráclito» (Jn 14, 16)... Podemos dirigirnos a él de persona a persona y decirle «tú». Él es adorado y glorificado con el Padre y el Hijo, como dice el símbolo de la fe. Reconozcamos, sin embargo, que si el considerarlo «persona» tiene la ventaja de superar la idea de un dinamismo impersonal, plantea al mismo tiempo una serie de cuestiones... Muchos estudios actuales aplica a las personas de la trinidad la sicología interpersonal. La idea que proponen de la relación con otro parece convenir de una manera muy particular a las tres personas divinas. Pero a veces se cae en un antropomorfismo fácil, cuando no en un triteísmo inconsciente, al sugerir que las personas divinas se hablan y aman entre sí como personas individuales autónomas (Ibid, 97-100).

[106.2]  Dos aproximaciones al misterio, Oriente y Occidente.

  1. Congar ha sido el máximo especialista del diálogo ecuménico de Oriente y Occidente sobre el tema del origen y sentido del Espíritu Santo. No todos los orientales aceptan sus propuestas, pero ellas siguen siendo luminosas y están la base de todos los estudios posteriores que se vienen realizando, tanto en el campo de la ortodoxia como del catolicismo y protestantismo.

(Griegos y latinos. El modelo de Th. de Régnon. El padre de Régnon († 26.12.1893) dio nuevo impulso a los estudios de teología trinitaria, concretamente a los estudios que pretendían comprender bien a los padres griegos en paralelo con los latinos (Études de theologíe...). Él fundamentó una conclusión inestimable: las construcciones dogmáticas son diferentes; traducen la misma idea de la fe. En la fe concuerdan Oriente y Occidente. Con todo, el padre de Régnon simplificó la diferencia entre los dos mundos teológicos y, después de él, muchos –especialmente entre los ortodoxos– han tomado sus formulaciones más tajantes al pie de la letra... El padre de Régnon percibió algo auténtico y fundamental... Las oposiciones o, al menos, las diferencias de estas teologías trinitarias se dan en el planteamiento del misterio, en dos maneras de "teologizar"...

               En lo que concierne a la procesión del Espíritu Santo... la situación cambió cuando el patriarca Focio publicó hacia el 886 su  Discurso mistagogico sobre el Espíritu Santo  (PG 102, 280-392).  No se contentó con argumentar por medio de la Escritura y de invocar los textos de los padres o de los papas. Criticaba razonando. A partir de aquel momento, el debate ente la construcción dogmática del misterio por parte de los ortodoxos y de los latinos ha incluido una parte de argumentación teológico-racional. Los griegos demostraron en este punto tanta competencia y sutileza como los latinos. A pesar de todo, los temperamentos o comportamientos teológicos continuaron siendo diferentes... (El Espíritu Santo,  Herder, Barcelona 1983, 440-443).

               (Procesión del Espíritu Santo. Tema básico). Sabemos que sobre el tema del Espíritu Santo, más concretamente sobre su procedencia eterna en Dios (su «procesión»), existe un debate entre el Oriente ortodoxo y el catolicismo, cuyas posiciones han sido formuladas en Occidente. Los católicos dicen que procede el Padre y del Hijo. Lo dicen desde los siglos IV y V (san Ambrosio, san Agustín, san León) y en numerosos concilios celebrados en los siglos VI y VII. Es un largo período en el que, aunque con episodios menos venturosos, la parte latina de la iglesia y la parte griega vivieron en comunión. Oriente, en cambio, se mantiene en la fórmula de Jesús recogida por Jn 15, 26: «que procede del Padre». Es lo que hizo también el concilio de Constantinopla de 381, al que debemos nuestro Símbolo. La preocupación e intención del concilio fue hacer para el Espíritu un proceso parecido al que había llevado a cabo Nicea para el Hijo en 325, a saber, afirmar el carácter divino del Hijo y –sin emplear esta palabra– su consubstancialidad con el Padre y el Hijo. Pero no precisó nada sobre su relación eterna con el Hijo. Los Padres griegos no razonaron sobre este artículo como lo hicieron los Padre latinos; no precisaron la relación que el Espíritu mantiene con el Hijo en su «salida»  eterna. Muchos tienen a este respecto fórmulas que sugieren una relación positiva: el Espíritu procede del Padre por el Hijo (san Máximo, san Juan Damasceno, patriarca Tarasio); es de los dos (san Cirilo de Alejandria); viene del primero, del Padre, por medio de aquel que viene inmediatamente del primero (san Gregorio de Nisa); procede el Padre y recibe del Hijo (epíclesis sirias, Epifanio, Gregorio de Nisa)... Pero los griegos reservan estrictamente al Padre el carácter de principio (arkhé) y de causa (aitía). Insisten en la «monarquía» del Padre. También los latinos, pero sin hacer que desempeñe absolutamente el mismo papel de razón de la consustancialidad del Hijo y del Espíritu, que proceden del Padre: aquel por generación y este por ekporeusis,  por procesión original.

               (Argumentación). Los latinos... (afirman) que en la construcción teológica del misterio, por un lado, el Hijo tiene todo lo que tiene el Padre, menos ser Padre: esto viene exigido por su perfecta consustancialidad. Por otro, al distinguirse las personas por la oposición de su relación de origen (Padre-Hijo, Donante-Don), el Espíritu, que procede del Padre, no se distinguiría hipostáticamente del Hijo si no hubiera entre él y el Hijo esta oposición relacional de procesión [lo que implica el Filioque]. Los ortodoxos  rechazan esta construcción. Ellos tienen otra visión del misterio con su propia coherencia interna. Afirman que el modo de procesión desde el Padre basta para distinguir al Hijo y al Espíritu. Las relaciones de origen caracterizan bien a las Personas, pero no las definen como tales, pues entre ellas hay más relaciones que las de origen, como son las de manifestación,  de acogida mutua... Para los ortodoxos, la construcción latina es demasiado racional. Y creen, además, que hacen depender al Espíritu del Verbo, de Cristo. Por eso creen que Occidente ha elaborado un «cristonomismo», en el que el Espíritu no es más que «vicario» de Cristo y no ocupa todo el lugar que merece en una eclesiología de comunión, en un pueblo completamente  sacerdotal y activo. Una cristología que no está animada por una plena pneumatología desemboca en una visión piramidal y clerical de la iglesia... Si (los latinos) hemos merecido en otro tiempo esta crítica, el movimiento actual de la vida de nuestra iglesia le quita en gran parte su pertinencia. Es además demasiado simple y no tiene en cuenta otros factores históricos. Pero lo principal no está ahí. La cuestión doctrinal sobre la procesión del Espíritu santo es más radical, pues afecta también a las iglesias protestantes y luteranas, ya que mantienen la procesión ab utroque  (con el Filioque), que no ha tenido un defensor más intrépido que Karl Barth...

Moltmann, J. (1926-2024 ).

Jürgen Moltmann on Evolution as God's Continuous Creation - Articles ...

Teólogo protestante alemán, nacido de una familia religiosamente secularizada. Participó al final de la guerra mundial (1939-1945) y estuvo dos años prisionero en Inglaterra (1945-1947), donde entró en contacto con el cristianismo. De vuelta a Alemania estudió teología y se doctoró en la Universidad de Göttingen (1952), ordenándose ministro de la Iglesia Reformada. Fue por unos años Pastor en Bremen-Wasserhorst. Pero después se dedicó al cultivo del pensamiento cristiano y fue profesor en Wuppertal y en la facultad de teología de la Universidad de Bonn (1963), para pasar finalmente a Tübingen (1967), donde ha enseñado hasta su jubilación (1994).

Teología de la esperanza, una teología completa. Moltmann es uno de los maestros de la teología dogmática contemporánea; ha contribuido a la renovación del pensamiento protestante y ha ejercido una gran influencia sobre la teología católica, en especial en Latinoamérica, por su compromiso al servicio de una reflexión y de una praxis abierta a la esperanza trascendente, pero comprometida con el cambio social e histórico de los hombres, en línea de evangelio.Así ha querido superar la “subjetividad trascendental” de → Bultmann (centrado en el sujeto humano) y la “objetividad trascendental” de → Barth (centrado en el Dios que se revela), para desarrollar un tipo de teología mesiánica centrada en la promesa de Dios (siempre futuro) y en la creatividad de los hombres, llamados a responder de un modo social (comunitario), para crear de esa manera el Reino. Éste es el planteamiento básico de la más famosa de sus obras: Teología de la Esperanza (Salamanca 1968, original alemán del ).

Moltmann es el teólogo de la esperanza, entendida de forma receptiva y activa, como expresión de una Palabra de Dios (que es promesa de futuro) y como principio impulsor de una palabra humana, que ha de expresarse como protesta contra lo que existe y como impulso de perdón y reconciliación futura. De esa manera ha vinculado el mejor protestantismo (teología de la gracia) con el impulso de la modernidad, que se ha expresado en los movimientos de liberación de los siglos XIX y XX.

No ha sido nunca marxista en el sentido dogmático de la palabra, pero ha recibido el influjo de E. Bloch, con su versión de un marxismo humanista, de raíces judías, abierto a la trascendencia de la esperanza. Por eso, él no entiende la verdad como adecuación entre el pensamiento y la realidad que ahora existe (conforme a una visión esencialista de la realidad), sino como descubrimiento de la profunda inadecuación entre lo que hay y lo que debe haber (lo que debemos hacer). En ese sentido, la verdad es la expresión de un desequilibrio y de una tarea creadora, impulsada por la promesa de Dios (el Dios Promesa), a quien debemos entender como “el que viene”, en línea mesiánica.

Partiendo de esa visión, Moltmann ha elaborado una gran obra teológica, que quiere ser fiel a todos los rasgos y momentos del cristianismo y de la realidad social, desde un mundo cuya violencia él ha experimentado de manera intensa en los años de la Gran Guerra, que han marcado su vida y el comienzo de su teología. Esa experiencia ha definido su pensamiento, abierto a las raíces del misterio de Dios desde la ruptura y dolor de un tiempo presente, marcado por la inadecuación entre lo que hay y lo que debe haber. Así ha distinguido y vinculado los dos rasgos principales del misterio cristiano. 1. La promesa de comunión final con Dios, que será todo en todos, fundando la reconciliación entre los hombres. 2. La experiencia del dolor de la historia, vinculada a la Cruz de Cristo, como lugar de la revelación trinitaria. En un mundo marcado por el gran dolor y la lucha de unos hombres contra otros, sólo la Cruz puede ser punto de partida y centro de nuestro lenguaje de Dios. En esa línea, asumiendo algunos rasgos de la tradición protestantes, releídos desde Hegel (más allá de Marx), Moltmann ha puesto de relieve el carácter dramático de la Trinidad, que resulta inseparable de la Cruz de Jesús y del sufrimiento de los hombres.

La Cruz como acontecimiento trinitario. Moltmann ha vinculado la esperanza humana, como principio de transformación social, con el misterio de la Cruz, entendida en forma trinitaria, como expresión del dolor supremo de Dios. De esa manera, él ha tenido la osadía de penetrar en el misterio de Dios, de una forma que puede vincularse a la cábala judía, pero que responde a la experiencia cristiana de la Trinidad, manifestada en la Cruz de Cristo.

«Nosotros interpretamos así la muerte de Cristo no como un acontecimiento entre Dios y el hombre, sino principalmente con un acontecer intra-trinitario entre Jesús y su Padre, del cual procede el Espíritu. Con esta postura, (1) ya no es posible una comprensión no teísta de la historia de Cristo: (2) es superada la antigua dicotomía entre la naturaleza común de Dios y su Trinidad intrínseca, y (3) resulta superflua la distinción entre Trinidad inmanente y económica. Así, se hace preciso un lenguaje trinitario para llegar a la plena comprensión de la cruz de Cristo y se sitúa en su verdadera dimensión la doctrina tradicional sobre la Trinidad. La Trinidad ya no es entonces una especulación sobre los misterios de un Dios “sobre nosotros”, al que es preferible adorar en silencio a investigar vitalmente, sino que en definitiva constituye la expresión más concisa de la historia de la pasión de Cristo. Este lenguaje trinitario preserva a la fe tanto del monoteísmo como del ateísmo, manteniéndola adherida al Crucificado y mostrando la cruz como inserta en el ser mismo de Dios y el ser de Dios en la cruz.

El principio material de la doctrina trinitaria es la cruz. El principio formal de la teología de la cruz es la doctrina de la Trinidad. La unidad de la historia del Padre, del Hijo y del Espíritu puede luego, en un segundo término, ser denominada “Dios”. Con la palabra “Dios” se quiere expresar entonces este acontecer entre Jesús y el Padre y el Espíritu, es decir, esta historia determinada. Ella es la historia de Dios a partir de la cual sobre todo se revela quién y qué es Dios. Aquel que quiera hablar cristianamente de Dios deberá “contar” y predicar la historia de Cristo como historia de Dios, es decir, como la historia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, a partir de la cual se establece quién es Dios, y ello no solamente para el hombre, sino también en el seno de su propia existencia. Esto significa, por otra parte, que el ser de Dios es histórico y existe en esta historia concreta. La historia de Dios es así la historia de la historia del hombre» (cf. Concilium76 [1972] 335-347).

De esta manera, vinculada a la Cruz de Jesús, dentro de un camino de dolor y de esperanza, desde el centro de una humanidad caída que busca su redención, Dios viene a manifestarse como historia de amor salvador. Por eso, el teólogo cristiano no especula en abstracto sobre Dio, sino que descubre y cuenta el sentido de su presencia en Cristo, para inaugurar e impulsar de esa manera un camino de reconciliación. Desde sí misma, sin necesidad de una aplicación posterior, la teología cristiana es esencialmente práctica.

 Cruz trinitaria y comunión humana.

 (Trinidad y Cruz).  El lenguaje cristiano acerca de Dios tiene que realizarse en la conciencia y en la plena presencia del desamparo de Jesús por Dios en la cruz, y sólo en ellas puede encontrar su justificación. O bien la cruz es el fin cristiano de toda teología o el comienzo de una teología específicamente cristiana. El lenguaje cristiano acerca de Dios se convierte, en la cruz de Cristo, en un lenguaje trinitario sobre la «historia de Dios», y debe distanciarse, en consecuencia, de todo monoteísmo, así como de todo politeísmo y panteísmo La situación central del Crucificado es lo específicamente cristiano en la historia universal, así como la doctrina de la Trinidad es lo específicamente cristiano en la doctrina sobre Dios. Ambas cosas están íntimamente implicadas. «No son las escasas fórmulas trinitarias del Nuevo Testamento el fundamento escriturístico para la fe cristiana en el Dios uno y trino, sino el testimonio ininterrumpido de la cruz; y la expresión más concisa de la Trinidad es la acción divina de la cruz, en la que el Padre permite al Hijo ofrecerse a sí mismo por medio del Espíritu»

Tomamos el contenido exegético para esta tesis de las afirmaciones de abandono de la teología paulina. La palabra griega que lo expresa (paradidomi) tiene, en la historia de la pasión de los evangelios, una resonancia claramente negativa y significa traicionar, entregar, abandonar, sacrificar o matar. En Pablo aparece este sentido negativo en Rom 1,18 ss, en la exposición que él hace del abandono de Dios para con el hombre ateo. La culpa y el castigo coinciden: los hombres que abandonan a Dios son abandonados por él y «entregados» al camino que ellos mismos han elegido: los judíos a su legalismo y los paganos a su idolatría, y unos y otros al acicate de la muerte. Pablo introduce un cambio de sentido en las fórmulas del parédoken (o «entregó») cuando presenta el abandono de Jesús, no en el contexto histórico de su vida, sino en e] contexto escatológico de la fe. Dios «no ha perdonado ni a su propio Hijo, sino que le ha entregado por todos nosotros. ¿Cómo, si estamos juntos con él, no nos dará todo por gracia?» (Rom 8, 32). En el desamparo histórico del Crucificado contempla Pablo desde una perspectiva escatológica aquella entrega del Hijo por el Padre en favor de los hombres ateos y abandonados de Dios. Pero cuando, en este contexto, Pablo destaca al «Hijo propio» de Dios sus afirmaciones comprenden también la entrega misma del Hijo al Padre (aunque ésta no se realice de igual manera ni dentro de un esquema patripasiano). Jesús sufre la muerte en el desamparo de Dios. Pero el Padre sufre la muerte del Hijo en el dolor de su amor. Si el Hijo es entregado por el Padre, el Padre padece su abandono por el Hijo...

Dado que la muerte del Hijo es algo distinto de este sufrimiento del Padre, no se puede hablar de «muerte de Dios» en el sentido del teopasquismo. Para comprender la historia de la muerte de Jesús abandonado por Dios como un acontecer que tiene lugar entre su Padre y él como Hijo es preciso hablar en esquemas trinitarios, dejando a un lado, en este primer momento, el concepto general de Dios. En Gal 2, 20 aparece la fórmula parédoken con Cristo como sujeto («... el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí»). Según esto, no sólo el Padre entrega al Hijo, sino que el Hijo se entrega también a sí mismo. Lo cual hace referencia a una comunión de voluntades entre Jesús y su Padre en el momento de su separación total por el desamparo de Dios en la cruz. Ya Pablo había interpretado como amor el acontecimiento del desamparo de Cristo por Dios. Lo cual reaparece en la teología de san Juan (3,16). Y la primera carta de Juan ve centrada, en este acontecimiento del amor en la cruz, la existencia de Dios mismo: «Dios es amor» (4,16). Por eso, en la terminología posterior, se puede hablar, en relación con la cruz, de una homousía o consustancialidad del Padre con el Hijo, y viceversa. En la cruz, Jesús y su Dios y Padre se hallan distanciados al máximo por el abandono y al mismo tiempo se hallan en la más estrecha unión por la entrega. Pues del acontecimiento de la cruz entre el Padre que abandona y el Hijo abandonado procede la entrega misma, es decir, el Espíritu.

(La Cruz como acontecimiento trinitario). Si se quiere interpretar el acontecimiento de la crucifixión de Jesús en el marco de la doctrina de las dos naturalezas, dispondríamos solamente del concepto del Dios único y de la naturaleza divina, y desembocaríamos en graves paradojas. En la cruz clamaría entonces Dios a Dios. En consecuencia, en este y sólo en este momento «Dios habría muerto» y, al mismo tiempo, no habría «muerto». Además, si contamos únicamente con el concepto de Dios, siempre estamos inclinados a adscribirlo al Padre, refiriendo entonces la muerte a la personalidad humana de Jesús, con lo que la cruz es «vaciada» de la divinidad. Pero si, en este primer momento, prescindimos ya de dicho concepto de Dios, tendremos que hablar de personas en el marco mismo de las circunstancias peculiares de este acontecimiento concreto. El Padre es el que abandona y entrega. El Hijo es el abandonado, entregado por el Padre y también por sí mismo. De esta realidad histórica procede el Espíritu del amor y de la entrega, que conforta a los hombres desamparados.

Nosotros interpretamos así la muerte de Cristo no como un acontecimiento entre Dios y el hombre, sino principalmente con un acontecer intratrinitario entre Jesús y su Padre, del cual procede el Espíritu. Con esta postura, 1) ya no es posible una comprensión no teísta de la historia de Cristo: 2) es superada la antigua dicotomía entre la naturaleza común de Dios y su Trinidad intrínseca, y 3) resulta superflua la distinción entre Trinidad inmanente y económica. Así, se hace preciso un lenguaje trinitario para llegar a la plena comprensión de la cruz de Cristo y se sitúa en su verdadera dimensión la doctrina tradicional sobre la Trinidad. La Trinidad ya no es entonces una especulación sobre los misterios de un Dios «sobre nosotros», al que es preferible adorar en silencio a investigar vitalmente, sino que en definitiva constituye la expresión más concisa de la historia de la pasión de Cristo. Este lenguaje trinitario preserva a la fe tanto del monoteísmo como del ateísmo, manteniéndola adherida al Crucificado y mostrando la cruz como inserta en el ser mismo de Dios y el ser de Dios en la cruz. El principio material de la doctrina trinitaria es la cruz. El principio formal de la teología de la cruz es la doctrina de la Trinidad. La unidad de la historia del Padre, del Hijo y del Espíritu puede luego, en un segundo término, ser denominada «Dios». Con la palabra «Dios» se quiere expresar entonces este acontecer entre Jesús y el Padre y el Espíritu, es decir, esta historia determinada. Ella es la historia de Dios a partir de la cual sobre todo se revela quién y qué es Dios. Aquel que quiera hablar cristianamente de Dios deberá «contar» y predicar la historia de Cristo como historia de Dios, es decir, como la historia entre el Padre, el Hijo y el Espíritu, a partir de la cual se establece quién es Dios, y ello no solamente para el hombre, sino también en el seno de su propia existencia. Esto significa, por otra parte, que el ser de Dios es histórico y existe en esta historia concreta. La «historia de Dios» es así la historia de la historia del hombre.

 (Cruz trinitaria y liberación del hombre). Pero ¿qué significa para la historia de la pasión de este mundo el conocimiento del Dios en forma de siervo, del Hijo de hombre paciente y crucificado? El Dios teísta es pobre. No puede sufrir porque no puede amar. Pero el ateo que protesta, vive a su vez en una situación desesperada: desemboca en el sufrimiento porque ama; pero, al mismo tiempo, protesta contra el sufrimiento, y por ello contra el amor, que le arrastra hacia el sufrimiento. ¿Cómo puede uno, a pesar de la desilusión y de la muerte, permanecer en el amor? La fe que surge de aquel acontecimiento de Dios en la cruz no responde a la pregunta del sufrimiento con una explicación teísta de por qué tiene que ser así; pero tampoco responde con un mero gesto de protesta, sino haciendo retornar al amor desesperanzado a su propio origen: «Quien permanece en el amor, permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn 4,17).

Allí donde los hombres sufren porque aman, Dios sufre en ellos. Allí donde Dios ha sufrido la muerte de Jesús, demostrando así la fuerza de su amor, encuentran también los hombres la fuerza para soportar el aniquilamiento y para «aferrarse a lo mortal» (Hegel)... Quien llega al amor y, a través del amor, al sufrimiento, experimentando la mortalidad de la muerte, entra también en la «historia de Dios». Si reconoce que su abandono ha sido superado en el abandono de Cristo, puede permanecer en el amor, en comunión con la entrega de Cristo.

Para Hegel, la comprensión trinitaria de Dios hacía posible únicamente el conocimiento de la cruz de Cristo como «historia de Dios»: «Esto es, para la comunidad, la historia de la aparición de Dios; esta historia es historia divina, a través de la cual ha llegado a la conciencia de la verdad. A partir de aquí surge la conciencia y el conocimiento de que Dios es uno y trino. La reconciliación en Cristo, en la que se cree en y por Cristo, no tiene sentido alguno si Dios no es conocido como el uno y trino». El acontecimiento de la cruz se convierte, para la fe liberada y amorosa, en una historia de Dios que abre futuro, cuyo presente se llama reconciliación con el dolor del amor y cuyo futuro es el amor en su propio mundo, libre ya de angustia y opresión. La historia de la pasión del mundo ha sido asumida en la «historia de Dios» a través de la historia de la pasión de Cristo...

Desde el punto de vista de la Trinidad, Dios es tan inmanente a la historia como trascendente al mundo; él es (expresado con una imagen insuficiente) en cuanto Padre trascendente, en cuanto Hijo inmanente y en cuanto Espíritu apertura previa de un futuro a la historia. Si comprendemos a Dios así, entenderemos nuestra propia historia, la historia del sufrimiento y de la esperanza de la humanidad, como «historia de Dios». Más allá de la sumisión teísta y de la protesta atea, es ésta la historia de la vida, porque es la historia del interés por la vida, la historia del amor.

(Publicado en Concilium  76 [junio de 1972] 335-347)

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