«No es Dios de muertos, sino de vivos»

No es Dios de muertos, sino de vivos

Toca hoy ocuparnos del más allá. O mejor aún, del tránsito al trasmundo. Afortunadamente, a los que tenemos fe, nos consuela saber que contamos con apoyos sólidos en esa virtud teologal a la hora de adentrarnos en el máximo enigma de la vida, que es la muerte.

Hace una semana no más los católicos acudíamos a los cementerios a depositar flores en la tumba de nuestros muertos, y lo hacíamos animados de una fe que nos asegura que viven.

Otro dato nada baladí es que, si aplicamos de lleno la luz de la fe, será preciso entonces traer a cuentas la vida, porque la muerte se ilumina siempre con la vida, no a la inversa. Y ahí es donde cabe de lleno el discurso de Jesús que recoge san Lucas en su evangelio de este domingo. Jesús, efectivamente, recuerda las palabras de Moisés para reafirmar que Dios es un Dios de la vida, no de la muerte.

Jesús ha venido de hecho y de derecho -de ilustrarlo se encargará pronto el Adviento- para revelar que nuestra vida toda tiene origen y sentido en Dios, y alcanza su valor y plenitud en Dios y en Él, a fin de cuentas, encuentra su razón de ser y su devenir. De modo que Dios no es algo distinto a la vida, sino que da consistencia y plenitud a nuestra vida, de suerte que cuanto más cerca tenemos a Dios, más intensa es nuestra vida. 

Lo que pasa es que Dios es un misterio. Quiere ello decir entonces que también lo es la muerte. Y la vida, claro. San Agustín se entretuvo mucho en bucear por estas profundidades abisales, bien asistido del oxígeno de la Escritura Sagrada, y no diré que le resultara todo tortas y pan pintado, pero indudablemente su salida a mar abierta fue tranquila y satisfactoria. Porque en el Evangelio, por ejemplo, hay pasajes que se lo pusieron relativamente fácil, y el mensaje litúrgico de este domingo constituye un buen botón de muestra.

«Los judíos -predicó un buen día el Obispo de Hipona sobre la resurrección de los muertos, allá en el invierno del 410 al 411- creían ciertamente en la resurrección de la carne, pero pensaban que iba a ser tal que la vida de entonces sería igual a la que llevaban aquí. Al pensar de esta forma carnal no pudieron responder a los saduceos, quienes, a propósito de la resurrección, les proponían la siguiente cuestión: “¿De quién será esposa la mujer que tuvieron sucesivamente siete hermanos, queriendo cada uno de ellos suscitar descendencia a su hermano?”

Los saduceos formaban una secta dentro del judaísmo que no creía en la resurrección […]. Llegó la Verdad, y los saduceos, engañados y engañadores, interrogan al Señor proponiéndole la misma cuestión. El Señor, que sabía lo que decía y deseaba que nosotros creyéramos lo que desconocíamos, responde con la autoridad de su majestad, lo que hemos de creer […]; escúchalo también en las Escrituras. […] No es un Dios de muertos, sino de vivos (Lc 20,38)» (Serm.  362,18).

«No es un Dios de muertos» (Lc 28,38), pues, sino de vivos. Dice el Vaticano II al hilo de todo esto en la Gaudium et Spes: «El máximo enigma de la vida humana es la muerte. El hombre sufre con el dolor y con la disolución progresiva del cuerpo. Pero su máximo tormento es el temor por la desaparición perpetua. Juzga con instinto certero cuando se resiste a aceptar la perspectiva de la ruina total y del adiós definitivo.

La semilla de eternidad que en sí lleva, por ser irreducible a la sola materia, se levanta contra la muerte. Todos los esfuerzos de la técnica moderna, por muy útiles que sean, no pueden calmar esta ansiedad del hombre: la prórroga de la longevidad que hoy proporciona la biología no puede satisfacer ese deseo del más allá que surge ineluctablemente del corazón humano.

Los milagros de Jesús como signos reveladores

Mientras toda imaginación fracasa ante la muerte, la Iglesia, aleccionada por la Revelación divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terrestre.

La fe cristiana enseña que la muerte corporal, que entró en la historia a consecuencia del pecado, será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador restituya al hombre en la salvación perdida por el pecado. Dios ha llamado y llama al hombre a adherirse a Él con la total plenitud de su ser en la perpetua comunión de la incorruptible vida divina. Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte.

Para todo hombre que reflexione, la fe, apoyada en sólidos argumentos, responde satisfactoriamente al interrogante angustioso sobre el destino futuro del hombre y al mismo tiempo ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros mismos queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera» (GS 18).

Por último, unas palabras del Evangelio, donde se nos dice que quien cree tiene la vida eterna (cf. Jn 3,36). En la fe, en este «transformarse» que la penitencia concede, en esta conversión, en este nuevo camino del vivir, llegamos a la vida, a la verdadera vida de la que acaba de hablarnos la GS 18.

Precisamente en la «Oración sacerdotal» el Señor dice: esta es la vida, que te conozcan a ti y a tu consagrado (cf. Jn 17,3). Conocer lo esencial, conocer a la Persona decisiva, conocer a Dios y a su enviado es vida, vida y conocimiento, conocimiento de realidades que son la vida. Alienta esta misma visión la respuesta del Señor a los saduceos sobre la resurrección, donde, a partir de los libros de Moisés, el Señor prueba el hecho de la resurrección diciendo: Dios es el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob (cf. Mt 22, 31-32; Mc 12, 26-27; Lc 20, 37-38). Dios no es un Dios de muertos. Si Dios es Dios de estos, están vivos.

Quien está inscrito en el nombre de Dios participa de la vida de Dios, vive. Creer, por tanto, es estar inscritos en el nombre de Dios. Y así estamos vivos. Quien pertenece al nombre de Dios no es un muerto, pertenece al Dios vivo. En este sentido deberíamos entender el dinamismo de la fe, que es inscribir nuestro nombre en el nombre de Dios y así entrar en la vida. Ojalá conozcamos a Dios en nuestra vida, para que nuestro nombre entre en el nombre de Dios y nuestra existencia se convierta en verdadera vida: vida eterna, amor y verdad. (Cf. Benedicto XVI, 15.4.2010).

Esto ha de llenarnos de una esperanza inextinguible, porque estamos llamados a vivir para siempre por pura gracia de Dios. La resurrección, según esto, es nuestra ansiada meta. Y éste es el don más preciado de Cristo Resucitado. Cómo será el futuro es harina ya de otro costal. No seamos en modo alguno como los saduceos del Evangelio, haciendo miles de preguntas sobre cuestiones periféricas o prepósteras. Lo importante es descubrir que Dios «no es Dios de muertos, sino de vivos; porque para Él todos están vivos».  Así que nada de ocurrencias al buen tun-tú, ni preguntas sin ton ni son.

No es Dios de muertos sino de vivos

Lucas nos presenta algunos conflictos surgidos entre Jesús, los sacerdotes y los escribas (v. 1-19). Aquí Jesús está en conflicto con la escuela filosófica de los saduceos, que toman su nombre de Zadok, el sacerdote de David (2 Sam 8: 17). Los saduceos aceptaban como revelación sólo los escritos de Moisés (v. 28) negando así el desarrollo gradual de la revelación bíblica.

En este sentido se entiende más la frase «Moisés nos dejó escrito» pronunciada por los saduceos en este artero debate, pensado como una trampa para acechar a Jesús y «sorprenderlo» (v.: 20:2; 20:20). Esta escuela filosófica desaparece con la destrucción del templo.

Los saduceos niegan, pues, la resurrección de los muertos, porque según ellos, este objeto de fe no formaba parte de la revelación de Moisés. Dígase otro tanto sobre la fe en la existencia de los ángeles. En Israel, la fe en la resurrección de los muertos aparece en el libro de Daniel escrito en el 605-530 a. c. (Dan 12: 2-3). La encontramos asimismo en 2 Mac 7: 9, 11, 14, 23.

Para ridiculizar la fe en la resurrección de los muertos, los saduceos citan la prescripción legal de Moisés sobre el levirato (Dt 25,5), es decir el antiguo uso de los pueblos semíticos (hebreos inclusive), según el cual el hermano o un pariente cercano de un hombre casado, fallecido sin hijos, tiene que casarse con la viuda, para asegurar (a) al difunto una descendencia (los hijos iban a considerarse legalmente como hijo del difunto), y (b) un marido para la mujer, ya que las mujeres dependían del marido para su sustento. Casos al respecto se citan en el Antiguo Testamento, en el libro del Génesis y en el libro de Rut.

Jesús confirma la realidad de la resurrección citando otro pasaje del Éxodo, esta vez del pasaje de la revelación de Dios a Moisés en la zarza ardiendo. Los saduceos hacen hincapié en su punto de vista, citando a Moisés. Pero Jesús rechaza su argumento citando él también a Moisés: «Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob» (v.37).

Jesús así hace ver, una vez más, a los saduceos que la fidelidad de Dios para su pueblo, para la persona individual, no se basa en la existencia o no de un reino político, ni tampoco en tener o no prosperidad y descendencia en esta vida. La esperanza del verdadero creyente no estriba en las cosas de este mundo, sino en el Dios vivo. Por ello, los discípulos de Jesús están llamados a vivir como quienes han sido «reengendrados de un germen no corruptible, sino incorruptible, por medio de la Palabra de Dios viva y permanente» (1 P 1,23).

No es Dios de muertos sino de vivos

Abunda hoy también el salmista en la resurrección al exclamar: «Yo te invoco porque tú me respondes, Dios mío, inclina el oído y escucha mis palabras […]. Con mi apelación vengo a tu presencia, y al despertar me saciaré de tu semblante» (Sal  17 [16], 6.8.15): 

La hora de despertar por la mañana es el momento privilegiado de las divinas larguezas; también de la justicia. La aurora y la luz simbolizan la salvación. La noche y la oscuridad, por el contrario, la prueba y el infortunio. La palabra «despertar» se ha considerado a veces como velada referencia a la resurrección.

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