«Cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí»



La Cuaresma es tiempo propicio para mirar al Crucificado, desde quien Dios mendiga el amor de su criatura: tiene sed de nuestro amor. Tomás el apóstol reconoció a Jesús como «Señor y Dios» cuando metió la mano en la herida de su costado. No extrañe, pues, que se haya visto en el Corazón de Jesús la imagen más conmovedora de este misterio de amor. Sólo el amor en que se unen el don gratuito de uno mismo y el vivo anhelo de reciprocidad infunde un gozo tan hondo y saludable que vuelve leves incluso los más duros sacrificios.

El sintagma «elevado de la tierra» (Jn 12,32) alude a la «elevación» de Cristo en la cruz a la vez que a su «subida» al cielo el día de la resurrección, ya que ambos son aspectos del mismo misterio. En cuanto a las palabras «atraeré a todos hacia mí», ese «todos» puede significar «todo hombre», o simplemente «todo». Se trata de una atracción del propio Jesús crucificado, es decir, elevado en la cruz. Jesús entonces aparecerá a los ojos del género humano como Salvador del mundo: es la respuesta a los griegos piadosos que pretendían «verle» (Jn 12,21), porque la voluntad del Padre es «que todo el que vea al Hijo y crea en él, tenga vida eterna y que (el Hijo) le resucite el último día» (Jn 6,40).

Uno recuerda la catequesis de su niñez --entonces se decía la doctrina–, cuando el cura explicaba el misterio de la consagración de la Misa, y concretamente el instante de silenciosa adoración cuando el sacerdote, de espaldas al pueblo, mostraba por alto el pan y el cáliz. Entre los fieles, esos minutos, rotos sólo por la campanilla del monaguillo y el sonido bronco de la campana de la torre anunciando por cerros y valles el dichoso momento a los sufridos labradores del campo, eran conocidos como los de «alzar a ver a Dios», expresión sinónima de «mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37).

La respuesta que de nosotros espera el Señor es, ante todo, que aceptemos su amor y nos dejemos atraer por él. Aceptar su amor, en realidad, no sería suficiente, incluso quedaría pobre. Preciso es también corresponder a ese amor y luego, además, comprometerse a comunicarlo: que tampoco eso deja de ser vieja y nueva evangelización. «Me atrae Cristo hacia sí» para unirse a mí, al objeto de que yo aprenda a amar a los hermanos con su mismo amor, he ahí el ápice de tan sublime espiritualidad.

«Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37; cf. Za 12,10b), pues. Se trata de mirar con ilimitada confianza el costado traspasado de Jesús, del que salió «sangre y agua» (Jn 19,34). Los Padres de la Iglesia consideraban estos elementos símbolos de los sacramentos del bautismo y de la Eucaristía. El cardenal Jean Daniélou tiene al respecto páginas admirables en sus escritos patrísticos. Con el agua del bautismo se nos revela, gracias a la acción del Espíritu Santo, la intimidad del amor trinitario. En el camino cuaresmal, recordando nuestro bautismo, somos exhortados a salir de nosotros mismos para abrirnos con sereno abandono al abrazo del Padre (cf. san Juan Crisóstomo, Catequesis, 3, 14 s; Deus caritas est, 13). Dios nuestro Padre, pues, se prodiga en bondad a través de su Hijo adorable crucificado por los pecados de los hombres.

Contemplar «al que traspasaron» supone, de otra parte, abrir nuestro corazón a los demás, a base de reconocer las heridas infligidas a la dignidad del ser humano; luchar contra cualquier desprecio a la vida y frente a cualquier explotación de la persona; entraña de igual modo aliviar los dramas de la soledad y del abandono de tantas y tantas personas desasistidas y a la espera de un consuelo misericordioso. Es la Cuaresma, por ende, una experiencia renovada del amor de Dios que se nos dio en Cristo, amor que también nosotros, por nuestra parte, debemos «volver a dar» cada día al prójimo, sobre todo al que sufre y al menesteroso de misericordia.

Comenta san Lucas dos sucesos significativos en la vida de Jesús: la revuelta de unos galileos, reprimida violentamente por Pilatos, y la caída de la torre de Siloé, que aplastó a dieciocho víctimas. La gente de entonces solía interpretar sucesos tales como castigo por alguna culpa grave: baste recordar al ciego de nacimiento. Nuestra sociedad, lo mismo. Jesús, al contrario, dice: « ¿Pensáis que estos galileos eran más pecadores que todos los demás galileos? [...] O aquellos [...] sobre los que cayó la torre [...] ¿pensáis que eran más culpables que todos los hombres que vivían en Jerusalén?». Conclusión clara: «No, os lo aseguro; pero si no os convertís, todos pereceréis igualmente».

Jesús desea que sus oyentes se conviertan, sí, pero evita el uso de términos moralistas. Echa mano, antes bien, de los realistas, propuestos como la única respuesta adecuada a unos hechos cuestionadores de las certezas humanas. De nada sirve, ante ciertas desgracias, descargar la culpa sobre las víctimas. La verdadera sabiduría consiste, más bien, en dejarse interpelar por la precariedad de la existencia y asumir una actitud responsable: hacer penitencia y mejorar nuestra vida. Es, después de todo, la respuesta más eficaz al mal.

La conversión no nos librará de problemas, qué va. Pero sí nos permite, en cambio, afrontarlos de forma diversa. Ayuda a prevenir el mal, desactivando amenazas, y, en resumen, hace que el mal venza al bien, si no siempre en el ámbito de los hechos, que a veces son independientes de nuestra voluntad, sí ciertamente siempre en el espiritual. «Hacer penitencia y corregir nuestra conducta –dijo Benedicto XVI– es el camino más eficaz para que cambiemos nosotros y la sociedad. Lo explica muy bien una certera máxima: “Vale más encender una cerilla que maldecir la oscuridad”» (Ángelus: 11.3. 07).

Refiere hoy san Juan en su Evangelio que algunos griegos, prosélitos del judaísmo, atraídos por lo que Jesús estaba haciendo, se acercaron a Felipe, uno de los Doce, que tenía un nombre griego y procedía de Galilea. «Señor —le dijeron—, queremos ver a Jesús» (Jn 12,21). Felipe, a su vez, llamó a Andrés, uno de los primeros apóstoles, muy cercano al Señor, y que también tenía nombre griego; y ambos «fueron a decírselo a Jesús» (Jn 12,22). Cosa bien natural, después de todo. El sentido profundo de la espiritualidad, sin embargo, atisba dimensiones metahistóricas.

En la petición de estos griegos anónimos, efectivamente, podemos descubrir la sed de ver y conocer a Cristo que experimenta el corazón de todo hombre. Y la respuesta de Jesús nos orienta al misterio de la Pascua, manifestación gloriosa de su misión salvífica. «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (Jn 12,23). Sí, está a punto de llegar la hora de la glorificación del Hijo del hombre, pero esto conllevará el paso doloroso por la pasión y la muerte en cruz, plan divino de la salvación para todos, judíos y paganos, pues todos están invitados a formar parte del único pueblo de la alianza nueva y definitiva.

A esta luz comprendemos también la solemne proclamación conclusiva del «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32). La cruz: la altura del amor es la altura de Jesús, y a esta altura nos atrae el Señor a todos. Sentimos todos así la fascinación, el embeleso, el hechizo de ser posesión de Cristo, en deliberado olvido de nosotros mismos, y en firme y laudable propósito, más que de poseer, de ser poseídos por Dios.



Con la imagen del grano de trigo el Señor explica de qué modo podemos asociarnos a su misión: «Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Se compara a sí mismo con un «grano de trigo deshecho, para dar a todos mucho fruto», como dice sagazmente san Atanasio. Y sólo mediante la muerte en cruz, Cristo da mucho fruto para todos los siglos.

De hecho, no bastaba que el Hijo de Dios se hubiera encarnado. Para llevar a término el plan divino de la salvación universal era preciso morir y ser sepultado: sólo así la realidad humana toda sería aceptada y, mediante su muerte y resurrección, se haría manifiesto el triunfo de la Vida, del Amor; así quedaría demostrado que el amor es más fuerte que la muerte.



Precisamente por ser hombre-Dios, experimentaba con mayor fuerza el terror frente al abismo del pecado y a cuanto de sucio hay en la humanidad. Debía llevar él todo esto consigo, purificarlo, transformarlo en su amor. «Ahora —confiesa— mi alma está turbada. Y ¿qué voy a decir? ¿Padre, líbrame de esta hora?» (Jn 12, 27). Le asalta la tentación de pedir: «Sálvame, no permitas la cruz, dame la vida». En tan apremiante invocación se percibe un preludio de la conmovedora oración de Getsemaní, cuando, al experimentar el drama de la soledad y el miedo, lo veremos implorando al Padre que aleje de él la prueba terrible: el cáliz de la pasión.

Sin embargo, al mismo tiempo, mantiene su adhesión filial al plan divino, porque sabe que para eso justamente ha llegado a esta hora, y con confianza suplica: «Padre, glorifica tu nombre» (Jn 12,28). Quiere con esto significar: Acepto la cruz, en que se glorifica el nombre de Dios, es decir, la grandeza de su amor. También aquí Jesús anticipa las palabras del Monte de los Olivos: «No se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42). Transforma su voluntad humana y la identifica con la de Dios. Este es el gran acontecimiento del Monte de los Olivos, el itinerario a seguir en nuestras oraciones todas, o sea: transformar, dejar que la gracia mude nuestra voluntad egoísta y la impulse a uniformarse a la voluntad divina.

Idénticos sentimientos afloran en la carta a los Hebreos: Jesús ofrece a Dios ruegos y súplicas «con poderoso clamor y lágrimas» (Hb 5,7). Invoca ayuda de Aquel que puede liberarlo, pero abandonándose siempre en las manos del Padre. Y precisamente por esta filial confianza en Dios —nota el autor— fue escuchado, en el sentido de que recibió la vida nueva y definitiva. La carta a los Hebreos nos da a entender que estas insistentes oraciones de Jesús, con clamor y lágrimas, eran el verdadero acto del sumo sacerdote, con el que se ofrecía a sí mismo y a la humanidad al Padre.

San Agustín vino a este pensamiento predicando en Cartago por los años 413 o 415: « Diga, pues, la Iglesia de Cristo, diga la madre católica, diga el cuerpo de aquella cabeza que subió al cielo, el cuerpo santo, grande, extendido por todo el orbe de la tierra; diga aquella mies engendrada por el grano que cayó en la tierra –pues este grano, como sabéis, dice acercándose ya a la pasión: Si el grano no cae en tierra, permanecerá él sólo; pero si cayere en la tierra, producirá mucho fruto (Jn 12,24). Cayó, pues, en la tierra un grano y produjo fruto, y esta mies ocupa todo el orbe de la tierra» (Sermón 111,1-2).



La sagrada liturgia coloca, pues, su catequesis ante una de las grandes verdades a vivir en el Triduo Sacro: El carácter sacerdotal de los sufrimientos de Jesús. Y pide y grita con el salmista: Oh Dios, crea en mí un corazón puro (Salmo 50). La obra redentora de Cristo, por eso, es verdadera re-creación: Por medio de su Hijo Jesucristo, Dios hace nuevas todas las cosas.

Jeremías habla de una alianza de Dios con Israel, o sea hoy la Iglesia (Jr 31, 31-34): Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo (Pueblo de Dios, según la Lumen gentium). Todos me conocerán…, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados: profecía, pues, de su Pasión y Muerte.

La segunda lectura abunda en la condición sufriente de Jesús (Hb 5,7-9): Se habla de lágrimas, gritos, dolor, obediencia, consumación, o sea la plenitud de tales vivencias: Jesucristo se ha convertido así, para cuantos le obedecen, en autor de salvación eterna. Con su pasión y muerte redentoras, pues, Jesucristo hace todas las cosas nuevas, es juventud de la creación y sinfonía del universo. Juan, en fin, destaca varios puntos de nota (Jn 12,20-33):

1) Si el grano de trigo no cae en tierra y muere… Todo en la gracia empieza pareciendo pequeño: san Pablo habla de la kénosis, del anonadamiento. Lo que denota que en la vida espiritual nada se hace sin sufrimiento y sin amor, esas dos hermosas palabras, acaso las más unidas entre sí.

2) El que se ama a sí mismo. Emplazados ante el egoísmo, la vanagloria, y el orgullo, podemos con tales ingredientes atisbar, comprender incluso, qué es amar y qué perder la vida.

3) Cuando yo sea elevado sobre la tierra… Jesús en la cruz, realidad de la serpiente de bronce de Moisés, enseña que la humanidad recibe del Crucificado fuerza frente a los embates, consuelo ante la desgracia y manantial de salvación. Mejor respuesta a los griegos, imposible.



Quiera Dios que la simpática imagen del pequeño Gabriel, con sus ojos llenos de vida y candor, y su contagiosa sonrisa, sirva en esta Cuaresma ya bien avanzada para mirar al que traspasaron, es decir, a Jesús en la Cruz, pero haciéndolo esta vez a base de mirar al que tanto buscaron, sobre todo gentes y gentes buenas, generosas, entregadas con la benemérita Guardia Civil a su búsqueda por trochas y veredas, pozos y embalses y cobertizos. A la vista de su ya imborrable fotografía recordarán, cómo no, al que tanto buscaron. Ojalá sirva Gabriel para recordar a Jesús en el Calvario, esto es, para curar a tantos corazones enfermos, de modo que se eviten en adelante circunstancias tan atroces como las vividas estos días por el sur de España. Ayúdenos, en fin, el niño Gabriel, desde su muerte inocente y con su inolvidable fotografía, para mirar también nosotros con profunda fe al que traspasaron.

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