« Él hablaba del templo de su cuerpo »



El evangelio de este domingo tercero de Cuaresma Ciclo B refiere, en la redacción de san Juan, el célebre episodio de Jesús expulsando del templo a los vendedores de animales y cambistas (cf. Jn 2,13-25). El hecho, recogido por los cuatro evangelios, tuvo lugar en el Templo de Jerusalén, próximas ya las fiestas de Pascua, y suscitó gran impresión tanto entre la multitud espectadora como en los doctores de la Ley y en los discípulos del Señor. ¿Cómo entender, por tanto, este gesto de Jesús?

A simple vista resulta extraño, o al menos inusual, este comportamiento del Rabí de Nazaret, tan manso él y tierno y dulce y cercano a la gente. Dicho de modo más comprensible: los ojos del alma no están habituados, leyendo los Evangelios, a un profeta o maestro que agarra de pronto unas cuerdas y se lía a latigazo limpio contra vendedores y cambistas, mesas y puestos de negocio, monedas por el suelo y un revoloteo colombófilo de padre y muy señor mío. A uno le viene a la mente sin querer el frontis miguelangesco de la Capilla Sixtina, donde un Cristo airado levanta condenatorio la mano contra los réprobos. La estampa, ya digo, resulta extraña, sí. Pero tampoco es cosa de omitirla sin más, ni de limitarse a lo meramente anecdótico del hecho. Vayamos al fondo, pues.

Por de pronto cumple decir que no provocó repulsa de los guardianes del orden público, porque lo vieron como típica acción profética: de hecho, los profetas, en nombre de Dios, denunciaban con frecuencia los abusos, y a veces lo hacían con gestos simbólicos. Todo profeta debía probar la autenticidad de su misión por medio de «señales, de prodigios realizados en nombre de Dios» (Jn 2,11). Del Mesías se esperaba especialmente que renovara los prodigios de Moisés. El problema, pues, era, en todo caso, su autoridad. Por eso los judíos le preguntan a Jesús: « ¿Qué señal nos muestras para obrar así?» (Jn 2,18); pruébanos que actúas en nombre de Dios.

La expulsión de los mercaderes del templo, por otra parte, también se ha interpretado en sentido político revolucionario, colocando a Jesús en la línea del movimiento de los zelotes. Estos, en realidad, eran de mano larga y corazón corto, «celosos» siempre de la ley de Dios y propensos incluso a la violencia para hacer que se cumpliera. En tiempo de Jesús esperaban a un mesías que liberase a Israel del yugo romano.

Pero Jesús decepcionó tales expectativas, razón por la cual algunos discípulos lo abandonaron, y Judas Iscariote incluso lo traicionó. En realidad, es imposible interpretar a Jesús como violento, y no ya únicamente porque, leídos los evangelios, sólo encontramos con inusual dureza este episodio –y sabido es que una golondrina no hace verano–, sino, ante todo, porque la violencia es contraria al reino de Dios, es un instrumento del anticristo. La violencia nunca sirve a la humanidad, peor aún, la deshumaniza. Sin llegar a la postura del Mahamad Gandhi, los Papas de la Iglesia católica, por ejemplo, no han cesado de avanzar este principio de la no violencia, bien hablando de la guerra, bien de los actos terroristas, bien, en fin, de cualquier esfuerzo en pro de la paz.

¿Y qué dijo Jesús al realizar ese gesto?: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre» (Jn 2,16). Sus discípulos se acordaron entonces de lo que está escrito en un salmo: «El celo de tu casa me devora» (69,10). Es este salmo una invocación de ayuda en trance de extremo peligro a causa del odio de los enemigos: la situación que Jesús ha de vivir en su pasión. El celo por el Padre y por su casa lo llevará hasta la cruz: el suyo es el celo del amor que paga en carne propia, no el de querer servir a Dios mediante la violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dará como prueba de su autoridad será precisamente su muerte y resurrección.

«Destruid este templo —dijo—, y en tres días lo levantaré». Bien es cierto que los circunstantes y patanes del entorno, alicortos de entendederas, no veían más allá de la punta de su nariz, y se fueron en su argumentación a la tira de años que aquel grandioso trabajo de mampostería había supuesto para sus constructores. Pero san Juan, más agudo en el análisis, observa: «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2, 19. 21).



La Pascua era fiesta de liberación: evocaba el paso de la esclavitud a la libertad, y en tiempos de opresión –la de los romanos en tiempo de Jesús– el pensamiento de la liberación se acentuaba más; se abría camino de modo inevitable la idea de una nueva liberación. De ahí este negocio montado cada año por la Pascua, una auténtica bicoca sobre todo para la clase sacerdotal.

La gran enseñanza de san Juan, sin embargo, es su referencia clara a los tiempos mesiánicos; advertirnos de que Jesús inaugura un tiempo nuevo en el campo de las relaciones del hombre con Dios. Reemplaza al templo antiguo, que era la institución más significativa de Israel. En otras palabras: con la Pascua de Jesús se inicia un nuevo culto, el culto del amor, y un nuevo templo que es Él mismo, Cristo resucitado, por quien cada creyente puede adorar a Dios Padre «en espíritu y en verdad» (Jn 4, 23).

Jesús es el «lugar» del verdadero culto. La verdad es que no puede uno por menos de recordar el diálogo de Jesús con la Samaritana: «llega la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre […] los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4, 21.23). Y ya que de material silogístico va la cosa, tampoco es que sobre recordar la muerte de Esteban.

El Protomártir no niega la importancia del templo durante cierto tiempo, pero subraya que «Dios no habita en edificios construidos por manos humanas» (Hch 7, 48). El nuevo verdadero templo, en el que Dios habita, es su Hijo, que asumió la carne humana; es la humanidad de Cristo, el Resucitado que congrega a los pueblos y los une en el Sacramento de su Cuerpo y de su Sangre.

La expresión sobre el templo «no construido por manos humanas» se encuentra también en la teología de san Pablo y de la Carta a los Hebreos: el cuerpo de Jesús, que él asumió para ofrecerse a sí mismo como víctima sacrificial a fin de expiar los pecados, es el nuevo templo de Dios, el lugar de la presencia del Dios vivo; la verdadera shejiná. En Cristo, efectivamente, Dios y el hombre, Dios y el mundo están realmente en contacto: Jesús toma sobre sí todo el pecado de la humanidad para llevarlo en el amor de Dios y para «quemarlo» en este amor. Acercarse a la cruz, entrar en comunión con Cristo, quiere decir entrar en esta transformación. Y esto es entrar en contacto con Dios, entrar en el verdadero templo.

Discurso y vida de Esteban se interrumpen de pronto con la lapidación, realización precisamente de su vida y de su mensaje. Antes de morir, en efecto, exclama: «Señor Jesús, recibe mi espíritu» (Hch 7, 59), apropiándose las palabras del Salmo 31 (v. 6) y recalcando la última expresión de Jesús en el Calvario: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu» (Lc 23,46); y, por último, como Jesús, exclama con fuerte voz ante los que lo estaban apedreando: «Señor, no les tengas en cuenta este pecado» (Hch 7, 60).



El evangelista ofrece la clave de lectura de este significativo episodio en el versículo del ya citado Salmo 69: «El celo por tu casa me devora» (69,10). A Jesús lo «devora» este «celo» por la «casa de Dios», utilizada con un fin diferente de aquel para el que había sido destinada. Ante la petición de los responsables religiosos, que pretenden un signo de su autoridad, en medio del asombro de los presentes, afirma: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré» (Jn 2,19). Misteriosas palabras, sin duda, incomprensibles en aquel momento, pero que san Juan vuelve a formular para sus lectores cristianos, observando: «Él hablaba del templo de su cuerpo» (Jn 2,21).

Sus adversarios destruirán este «templo», lo van a destruir, seguro, pero él, al cabo de tres días, lo reconstruirá mediante la resurrección. La muerte dolorosa y «escandalosa» de Cristo se coronará con el triunfo de su gloriosa resurrección. Mientras en este tiempo cuaresmal nos preparamos para revivir en el triduo pascual este acontecimiento central de nuestra salvación, contemplamos al Crucificado vislumbrando ya en él el resplandor del Resucitado.

«Aquel templo –dirá san Agustín¬– no era otra cosa más que una figura, y el Señor arrojó a todos los que venían allí a traficar. ¿Y qué es lo que allí vendían? Lo que los hombres necesitaban para los sacrificios de aquellos tiempos. ¿Qué hubiera dicho si allí hubiera encontrado borrachos? Si no debe hacerse negociación ninguna en la casa del Señor, ¿deberá hacerse casa de bebidas?». La profanación consiste, precisamente, en destinar el templo a fines para los que no ha sido consagrado.

Y san Juan Crisóstomo, precisa por su parte: « ¿Pero qué fin se propuso el Salvador al obrar con tanta vehemencia? Él que había de curar en día sábado y había de hacer muchas cosas que parecían contrarias a la Ley, hizo esto, aunque con peligro, para no aparecer como enemigo de Dios, dando a entender que aquel que en los peligros se expone por el honor que se debe a la casa de Dios, no menosprecia al Señor de ella, y por lo tanto, para demostrar su conformidad con Dios, no dijo «la casa santa», sino «la casa de mi Padre».

«El celo de tu casa me devora» (69,10). No podía ser de otro modo. El celo por el Padre y por su casa llevará a Jesús hasta la cruz: un celo del amor que paga en carne propia, no el que quisiera servir a Dios por la violencia. De hecho, el «signo» que Jesús dé como prueba de su autoridad será precisamente su muerte y resurrección.

«Al designar al templo como «la casa de mi Padre», Jesús se presenta como el Hijo, que tiene autoridad en el templo y sobre él. Una autoridad que sólo tenía Dios. Juan, pues, nos ofrece la clave para interpretar este episodio de arrojar fuera del templo a los animales, ovejas y bueyes. Ya no era necesario. El templo antiguo, con todo lo preciso para cumplir su función sacrificial, era sustituido por el templo nuevo: Jesús es el nuevo templo y templo nuevo, el lugar del encuentro del hombre con Dios.



La pascua cristiana, que es la restauración del templo derruido, aclarará todo el significado de esta acción simbólica. Juan, por eso, es bien explícito: «Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús» (Jn 2,22). El «recuerdo» es, en el evangelio de Juan, muy importante, sin duda. Presupone siempre la reflexión posterior a la luz de la Pascua. Es, por eso, a la luz de la Pascua como ha de ser interpretada también nuestra vida toda, de radical identificación con Cristo hasta en su destino inmortal.

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