ORTODOXIA  vs. HETERODOXIA: UNA DICOTOMÍA PERVERSA /5

Tantum religio potuit suadere malorum // !A tantos males pudo inducir la religión¡ (Lucrecio)

Un caso muy notorio de intolerancia hacia los enemigos externos, perseguidos durante siglos, fue lo ocurrido con el judaísmo, la religión madre o matriz de donde surgió la secta de los nazarenos,  convertida en nueva religión cristiana después de la muerte infamante del maestro galileo.

El antijudaísmo o antisemitismo cristiano, no es una cuestión meramente medieval, sino que nace de los textos del Nuevo Testamento y de los propios evangelios, muy especialmente el de Mateo y el de Juan, que culpan a los judíos de la muerte de Jesús y no a los romanos.

Ya antes de los evangelistas, en la primera carta a los Tesalonicenses se afirma que los judíos “dieron muerte al Señor Jesús” (1 Tes 2, 15ss.) y que la ira divina vendrá sobre ellos. La propia destrucción de Jerusalén por los romanos será interpretada como un castigo divino por no aceptar al Mesías Jesús.

Este antijudaísmo se transmitió y justificó a través de la teología y de numerosos documentos papales. Tertuliano y Agustín, entre otros, escribieron tratados específicos contra los judíos (Adversus iudaeos).

El papa Pablo IV en 1555 creó e impuso el ghetto en Roma, que luego se extendió a otras ciudades, por lo que los judíos quedaban sujetos a todo tipo de controles.

El pueblo judío fue considerado maldito de Dios por rechazar la fe cristiana y haber matado al Señor Jesucristo, siendo calificado como pueblo deicida, sometido al exilio forzoso (la expulsión de España en el s. XV fue clamorosa) en caso de no convertirse, y a la persecución durante siglos. Incluso en la liturgia del viernes santo se llegó a pedir por la conversión de los “pérfidos judíos” (pro perfidis iudaeis) para que alcanzasen la verdadera fe en Jesucristo.

Martín Lutero, fraile agustino encuadrado en la tradición agustiniana, continúa defendiendo la patraña del pueblo deicida y con su tesis hiperbólica de la sola fides en orden a la salvación, interpreta a Pablo en oposición al judaísmo, de modo que la Ley de Moisés ha sido superada por el Mesías y pierde todo valor salvífico. La justificación se alcanza por la fe y por la gracia divina, en oposición a las obras de la Ley judía.

Pero además, Lutero en sus últimos años escribió una obra específica contra los judíos, titulada Von den Juden und ihren Lügen (Sobre los judíos y sus mentiras). En ella justifica quemar las sinagogas, destruir sus libros de oración, prohibir la predicación a los rabinos, apropiarse de sus bienes, destruir sus casas y expulsar del país a los que llamaba “gusanos venenosos”. 

El antijudaísmo de Lutero es un ejemplo muy claro de cómo la exclusión moral de todo un pueblo emana del supremacismo de la fe cristiana, derivado de los textos del Nuevo Testamento. Su actitud influirá en el antisemitismo moderno a nivel político y social.

Curiosamente, uno de los jefes nazis condenados en Nürenberg se justificaba mencionando estas ideas de Lutero, quien de estar vivo, alegaba, también se sentaría en el mismo banquillo de los acusados nazis. Ergo, nihil sub sole novum.

El jesuita historiador de la Iglesia Giacomo Martina señala con acierto que “la emancipación civil hebrea, imperiosamente exigida por la conciencia moderna, fue combatida a ultranza por la Santa Sede” y que solo con Pío XI, en el siglo  XX, se  tomó conciencia de que el antisemitismo es inadmisible para un cristiano.

Para la mirada del historiador contemporáneo, las medidas antisemitas de Hitler no eran, pues,  totalmente nuevas. Lo que sí era nuevo era la legitimación de la persecución, que tenía un carácter racista, no teológico como el cristiano, manifestado por eminentes teólogos y por infames bulas papales.

La persecución de herejes y judíos se justificaba en aras de su salvación, pues se trataba de liberarlos de la condenación eterna, amenaza pronunciada en el Nuevo Testamento por el mismo Jesús repetidas veces.

El llamado Símbolo Quicumque (o pseudoatanasiano) lo proclamaba con absoluta claridad y crudeza: quien admita ese Credo se salvará y el que no lo admita, se condenará para siempre. Es un precedente del apotegma medieval, en la época de la Iglesia triunfante, extra ecclesiam nulla salus (fuera  de la iglesia no hay salvación), una doctrina que continuó vigente hasta la actualidad.

En la Edad Media, la bula Unam Sanctam (1302) del papa Bonifacio VIII declaraba que es del todo necesario para la salvación que toda criatura humana esté sometida al Romano Pontífice. La tesis se hacía derivar del Nuevo Testamento: “el que cree en el Hijo tiene vida eterna. El que rehúsa  creer en el Hijo no verá la vida, sino que la cólera de Dios permanece sobre él” (Jn 3, 36).

La misma idea aparece en el final añadido del Evangelio de Marcos: el que cree se salva y el que no cree se condena para siempre. Es palabra de Dios, que goza de inspiración e inerrancia, de acuerdo con la sana teología, que es la ortodoxa.

Volver arriba