EL PROCESO DE DIVINIZACIÓN DE JESÚS / 2

Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel (Lc 24, 21)

El hecho histórico más seguro que conocemos sobre el profeta apocalíptico y predicador Jesús Nazareno (o Nazoreo, por tener el voto de nazir), es que fue condenado por los romanos a la pena de la crucifixión y ubicado en medio de otros dos probables insurgentes, que la tradición calificó de ladrones o de malhechores, como afirma el evangelista Lucas.

Pero, lo cierto es que los romanos no crucificaban a simples delincuentes comunes, fuesen bandidos o ladrones. Solo aplicaban el terrible castigo cruento de la crucifixión a rebeldes contra el imperio y de hecho hubo miles de crucifixiones, no solo en Palestina, como muestra la conocida rebelión esclavista de Espartaco, llevada al cine en el s. XX.

Era el más cruel de los castigos romanos, según afirma Cicerón. La crucifixión colectiva del calvario fue una más entre tantas, aplicada a rebeldes o resistentes contra el poder imperial. La tradición cristiana, sin embargo, transmitió la imagen distorsionada de un inocente y débil Pilato, que se dejó arrastrar por los pérfidos judíos, tanto  las autoridades como la masa popular, que en el Evangelio de Mateo pide a gritos la crucifixión (antes aclamado como Mesías hijo de David).

En los relatos evangélicos, el tema central es la pasión y muerte de Jesús, de acuerdo con la primitiva predicación, y a partir de ahí se fueron añadiendo otros temas procedentes de las tradiciones orales relativas a dichos y hechos del Nazareno, vinculados a su propia predicación.

Por eso, algunos estudiosos afirman que estos relatos sobre la vida y enseñanza de Jesús son mera introducción o preludio a su pasión y muerte, seguida de la resurrección, que formaba el núcleo doctrinal que los evangelistas heredaron de la teología de Pablo de Tarso, anterior a la composición de los evangelios. Pablo escribe sus cartas auténticas en los años 50, mientras que los evangelistas escriben bastante más tarde, verosímilmente entre el año 70 y el 100 de la e.c.

Jesús, después del fracaso de su predicación del reino de Dios en Galilea, en la etapa final de su vida aparece en Jerusalén con pretensión regio-mesiánica, aspirante a ser un Mesías de Israel, como lo fueron otros varios resistentes contra el imperio romano, según relata el historiador judío Flavio Josefo. El título de la cruz “Rey de los judíos” indicaba que el prefecto romano Poncio Pilato, quien tuvo el privilegio de ser mentado en el Credo cristiano, lo condenó por delito político de sedición contra el imperio y no por simples motivos religiosos (blasfemia), como relatan los evangelistas y la tradición cristiana.

Jesús, predicador sin duda carismático, pudo creerse un Mesías libertador de Israel, como pensaban sus discípulos: “Nosotros esperábamos que él iba a liberar a Israel” (Lc 24, 21), pero de ningún modo se consideró un ser divino, ni tampoco lo consideraron divino sus discípulos antes de su muerte en la cruz, lo que sería una blasfemia para un monoteísta judío. Naturalmente, tampoco fue objeto de culto durante su vida terrenal.

Sin embargo, como otros importantes benefactores (euergétai) del mundo judío y grecorromano, después de su muerte sufrió un lento y gradual proceso de deificación, pasando de ser un mero ser humano a tener categoría de hombre divino (theîos anér), siendo exaltado con el título divino de Señor (Kýrios), como salvador universal (sotér) e Hijo Unigénito (monogenés) de Dios y preexistente como Lógos divino en el Cuarto Evangelio.

Finalmente, en esta cristología progresivamente ascendente, fue elevado al rango ontológico, definido como consustancial (homooúsios), o sea de la misma sustancia, naturaleza o esencia que Dios Padre, y hasta coeterno con Él. Esto sucederá 300 años más tarde en el concilio I de Nicea (325), lo que implica una verdadera metamorfosis o mutación ontológica del personaje.

A la exaltación piadosa en el culto, proseguirá de forma paralela la exaltación metafísica a nivel especulativo de los doctos teólogos, acompañada de una exaltación de carácter moral como modelo ejemplar, figura dominante que perdura hasta nuestros días.

Desde el punto de vista histórico, Jesús tampoco fue un ser absolutamente único y singular, misterioso, incomprensible, una figura incomparable, como sostiene la mayoría de los exegetas e investigadores confesionales desde postulados apologéticos más o menos implícitos.

Como señaló el biblista alemán H.S.Reimarus (s. XVIII), la figura del Jesús histórico debe entenderse diferenciada del Cristo de la fe y analizarse como un fenómeno más dentro de la historia general de las religiones, el enfoque peculiar de la alemana Escuela de la Historia de las Religiones.

No se trata, pues, de un enigma inexplicable, como se afirma desde supuestos apologéticos o derivados de la devoción religiosa. La unión tradicional realizada por la teología entre la figura humana de Jesús y el epíteto divino de Cristo, una simbiosis nacida de la fe, genera confusión epistemológica y ex confusione, quodlibet.

Por ello, la separación de los dos términos es una premisa indispensable para cualquier aproximación científica o racional a la historia de Jesús. Hay cristianos, sin embargo, que niegan todo discurso racional, sea teológico o científico,  y se refugian en el fideísmo de una vivencia mística de carácter solipsista.

Lo que un historiador ha de comprender y explicar es la génesis y evolución del proceso de divinización, por el que los discípulos de Jesús, después de la muerte infamante del maestro, ejecutada por los romanos, pasaron de considerarlo humano a creer en él como un ser semidivino o plenamente divino, digno de adoración.

Volver arriba