Reproches que impiden acercarse a la Iglesia.

En esa historia que todavía está por escribir, como terminábamos el otro día, hay excesivas quiebras que destacan por inducir a errores de perspectiva. Los fieles estimulados a creer, siguen afirmando que el Espíritu Santo guía y protege a la Iglesia. Y repiten para convencerse las seguridades evangélicas de que “las puertas del infierno no prevalecerán contra ella”.

Son palabras éstas para uso interno o para convencer a incautos, porque bien conocen los creyentes esclarecidos y los sociólogos e historiadores el porvenir de una sociedad, cualquiera, que pierde clientela y donde internamente impera la duda sobre el mensaje a transmitir al mundo. El producto de tal sociedad ya no se vende. Y todavía  menos se lo disputan los clientes.

Hay disidentes definitivamente alejados que tienen claras las cosas; en los conciliábulos internos se discuten las causas y se apuntan remedios que nunca descienden al ruedo; el mensaje de salvación sólo se oye, y mal, en homilías y en panfletos parroquiales; las grandes palabras de los próceres jerarcas han desistido de hacer auto crítica y divagan por ámbitos ajenos al mensaje del Fundador…

¿Quién se va a acercar al foro religioso cuando oye discursos que quiebran convicciones? ¿Cómo puede sentirse a gusto alguien cuando echa la vista atrás y ve cosas en la historia de la Iglesia que chocan frontalmente con lo que debe ser una sociedad que progresa? Sin posibilidad de abarcar todo el elenco, pensemos en lo que sigue.

Una de las lacras históricas más terribles tanto en la antigüedad como en siglos recientes fue la esclavitud. La Iglesia de San Pablo la justificó; la cercana a nosotros no sólo la justificó sino que la llevó a la práctica. El Imperio Romano vivió  de eso, la Iglesia también. Y revivió siglos después.

Otra lacra que todavía perdura y que supone la degradación de la persona es la tortura, afirmando durante siglos que era una práctica justa y efectiva para llegar a la verdad. Más aún, aseverando algún prócer teólogo que ya que el reo estaba condenado a las penas del infierno, no importaba adelantarlas en este mundo. Cuando la sociedad se ha desdicho de tales prácticas, la Iglesia ha seguido detrás.

Pensemos ahora qué sociedades terminaron con estas y similares prácticas. No fue la Iglesia, fueron los movimientos ciudadanos y las leyes, sólo en países “adelantados”, los que terminaron con ellas. Sucede que por desconocimiento, algunos llegan a pensar que fue la Iglesia la que les precedió.

Sigamos. Sigue habiendo muchos países de religiones retrógradas que oprimen a la mitad de la humanidad, la mujer. ¿Y la Iglesia? Comenzando por la doctrina de San Pablo hasta llegar al mismísimo Génesis, ahí está la Iglesia de siglos pasados que fundamentó tal opresión en los designios de la voluntad divina. Incomprensiblemente, quien en un porcentaje alto nutre los centros religiosos, primero fue obligada a callar y, pasados los siglos, sigue marginada. Todo porque “así ha sido siempre”.

Otro grupo social fruido por la Iglesia ha sido el de los pobres. Más que otra cosa son un pretexto para justificarse. Durante siglos, los pobres han sido explotados por la Iglesia. No ha hecho nada por sacarles de su postración, especialmente en épocas donde eran las clases nobles las que los sojuzgaban. Más aún, la multitud de pobres se privaban de alimento para, con su óbolo, construir soberbias catedrales, monasterios y palacios; asimismo, eran los que consumían el mayor número de indulgencias; los que entregaban el décimo de sus parcas cosechas para mantener al clero. ¿No se puede entender todo esto como “explotación” de los pobres? Al rebufo de las luchas sociales, alguien escribió “Rerum novarum” con que sosegar conciencias. La miseria también ha sido de gran provecho para la Iglesia.

El desprecio a la razón también tiene su fundamento teológico en San Pablo y en el mismo Jesús. En repetidas ocasiones alabaron  la nesciencia y acogieron a los necios de este mundo en el redil de los bienaventurados. A cambio, llenaron las mentes de esos indoctos con miedos irracionales de los que sólo la Iglesia podía librarlos, miedos que han conducido a engendrar fieles sumisos y dependientes. Así, en la Iglesia ha crecido el número de los que sufren parálisis mental y ausencia de espíritu crítico, algo unido a la desinformación e incultura.

Más de mil años consumió la Iglesia en paralizar el progreso científico, especialmente la medicina, aunque, curiosamente, dentro de su seno proliferaron notables científicos que dedicaron su vida no a recitar salmos sino a confirmar hipótesis. La consecuencia es bien clara, la perpetuación de enfermedades, el acortamiento de la vida, la miseria, la muerte de niños en su más tierna infancia.

Una de las críticas más señaladas a la Iglesia y que con más persistencia se ha mantenido en el tiempo ha sido su alianza con el poder, algo que podría parecer normal si no entrasen en el catálogo tanto la “comprensión” de los tiranos como el pacto con ellos, algunos verdaderos genocidas. Y no es por aquello de “todo poder viene de Dios” de San Pablo, sino por pura conveniencia o provecho.

Si ahora giramos la vista hacia la naturaleza, ¿quién, sino la Iglesia, justificó con palabras bíblicas esquilmar los recursos naturales, maltratar a los animales, consumir y hasta casi extinguir especies por aquello de que todo ha de servir al hombre? Con visión edulcorante sin efecto alguno, también salió por peteneras el papa Francisco con “Laudato sì”. Tarde y fuera de su propio contexto se hizo la Iglesia ecologista.

En nuestro presente cercano, encontramos de nuevo a la Iglesia enfrentándose a todo lo que suponga conflicto con la vida que Dios nos dio: la lucha contra el SIDA, el control de la natalidad, la interrupción legal del embarazo, la eutanasia humanitaria y temas relacionados.

De cada uno de los apartados anteriores hay sobrada literatura como para hacerse uno el loco diciendo que eso son minucias a veces sin fundamento y erigiendo como parapeto el gran beneficio que la Iglesia ha procurado a las conciencias. Pues no, todo lo dicho es algo que la Iglesia no ha podido ni puede ocultar. Y en la consideración de todo ello, ¿cómo puede alguien adherirse a tal sociedad sin hacerse también reo del pasado y del presente?

Volver arriba