Un ateo práctico que no se atreve a ser teórico.


Quien más quien menos, cualquier persona ilustrada conoce la deriva del pensamiento de E. Kant (1724-1804) y lo que supuso para las creencias en Dios su Crítica de la Razón Pura complementada con la Crítica de la Razón Práctica. El sí y el no, unidos en la misma persona.

Kant, como muchos de sus contemporáneos y discípulos (recordemos a su pragmático discípulo, Borowski, que no quiso asistir a su entierro por si lo asociaban con el “ateo” Kant y eso cercenaba su futuro), fue más práctico que teórico: si “confesaba” abiertamente lo que pensaba, sería expulsado de la Universidad. Primum vívere...

Pero Kant, al menos para alguno de sus biógrafos, era un ateo teórico que de vez en cuando se manifestaba práctico (praxis):

«Aunque Kant había alimentado en su filosofía la esperanza de una vida eterna y de un estadio futuro, en su vida personal se había mostrado muy frío hacia tales ideas. Scheffner le había oído a menudo burlarse de las plegarias y de otras prácticas religiosas. La religión organizada lo sacaba de quicio. Para todos los que lo trataron directamente, era evidente que Kant no creía en un Dios personal. Habiendo postulado a Dios y a la inmortalidad, él mismo no creía en ninguna de estas cosas. Su meditada opinión es que tales creencias son exclusivamente una cuestión de 'necesidades individuales'. Y Kant no sentía tal necesidad»


Veinte años antes de su muerte, en 1784, escribió un breve opúsculo “¿Qué es la Ilustración?” que hoy tiene tanta vigencia, o más, que en su tiempo. Hoy, para confirmar la deriva del mundo occidental. Lo que Kant intuyó y propugnaba, se ha hecho alimento espiritual de los que en nuestros días piensan algo. Transcribo los primeros párrafos. El último es sintomático de su pensamiento:

La ilustración es la liberación del hombre de su culpable incapacidad. La incapacidad significa la imposibilidad de servirse de su inteligencia sin la guía de otro. Esta incapacidad es culpable porque su causa no reside en la falta de inteligencia sino de decisión y valor par a servirse por sí mismo de ella sin la tutela de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten el valor de servirte de tu propia razón! : he aquí el lema de la ilustración.

La pereza y la cobardía son causa de que una tan gran parte de los hombres continúe a gusto en su estado de pupilo, a pesar de que hace tiempo la Naturaleza los liberó de ajena tutela (naturaliter majorennes); también lo son que se haga tan fácil para otros erigirse en tutores. ¡Es tan cómodo no estar emancipado! Tengo a mi disposición un libro que me presta su inteligencia, un cura de almas que me ofrece su conciencia, un médico que me prescribe las dietas, etc., etc., así que no necesito molestarme. Si puedo pagar no me hace falta pensar: ya habrá otros que tomen a su cargo, en mi nombre, tan fastidiosa tarea.

Los tutores, que tan bondadosamente se han arrogado este oficio, cuidan muy bien que la gran mayoría de los hombres (y no digamos que todo el sexo bello) considere el paso de la emancipación, además de muy difícil, en extremo peligroso. Después de entontecer sus animales domésticos y procurar cuidadosamente que no se salgan del camino trillado donde los metieron, les muestran los peligros que les amenazarían caso de aventurarse a salir de él.

Pero estos peligros no son tan graves pues, con unas cuantas caídas aprenderían a caminar solitos; ahora que, lecciones de esa naturaleza, espantan y le curan a cualquiera las ganas de nuevos ensayos.

Es, pues, difícil para cada hombre en particular lograr salir de esa incapacidad, convertida casi en segunda naturaleza. Le ha cobrado afición y se siente realmente incapaz de servirse de su propia razón, porque nunca se le permitió intentar la aventura. Principios y fórmulas, instrumentos mecánicos de un uso o más bien abuso, racional de sus dotes naturales, hacen veces de ligaduras que le sujetan a ese estado. Quien se desprendiera de ellas apenas si se atrevería a dar un salto inseguro para salvar una pequeña zanja, pues no está acostumbrado a los movimientos desembarazados. Por esta razón, pocos son los que, con propio esfuerzo de su espíritu, han logrado superar esa incapacidad y proseguir, sin embargo, con paso firme.

Pero ya es más fácil que el público se ilustre por sí mismo y hasta, si se le deja en libertad, casi inevitable. Porque siempre se encontrarán algunos que piensen por propia cuenta, hasta entre los establecidos tutores del gran montón, quienes, después de haber arrojado de sí el yugo de la tutela, difundirán el espíritu de una estimación racional del propio valer de cada hombre y de su vocación a pensar por sí mismo. Pero aquí ocurre algo particular: el público, que aquellos personajes uncieron con este yugo, les unce a ellos mismos cuando son incitados al efecto por algunos de los tutores incapaces por completo de toda ilustración; que así resulta de perjudicial inculcar prejuicios, porque acaban vengándose en aquellos que fueron sus sembradores o sus cultivadores.

Por esta sola razón el público sólo poco a poco llega a ilustrarse. Mediante una revolución acaso se logre derrocar el despotismo personal y acabar con la opresión económica o política, pero nunca se consigue la verdadera reforma de la manera de pensar; sino que, nuevos prejuicios, en lugar de los antiguos, servirán de riendas para conducir al gran tropel.

Para esta ilustración no se requiere más que una cosa, libertad; y la más inocente entre todas las que llevan ese nombre, a saber: libertad de hacer uso público de su razón íntegramente. Mas oigo exclamar por todas partes: ¡Nada de razones! El oficial dice: ¡No razones, y haz la instrucción! El funcionario de Hacienda: ¡Nada de razonamientos!, ¡a pagar! El reverendo: ¡No razones y cree! (sólo un señor en el mundo dice: razonad todo lo que queráis y sobre lo que queráis pero ¡obedeced!)
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