El letargo de la fe.

Guillermo de Ockham terminó su discurso, que caminaba directamente al agnosticismo, con un “creo”. Le iba en ello la vida. Algo de eso le sucedió siglos después a Kant. En ese “creo”, el suyo y el de muchos, no hay discrepancia posible. Y se pronuncia para que no la haya. Así, se cree lo que se quiera. O quizá más exactamente se cree “en” lo que se quiera. Eso sí, la posibilidad de que ese “algo” sea cierto es inversamente proporcional a la certeza con que se cree. A más fe, menos realidad.  

Para quienes creemos en el esfuerzo del hombre por pensar por su cuenta --¡qué credo más distinto! -- el hecho de investigar, cavilar, deducir, demostrar y buscar pruebas produce una satisfacción infinitamente mayor que el creer. Ejemplo parecido al aplicable a la pedagogía: los experimentos colegiales, las salidas al campo, el palpar, el ver... cautivan más a los niños que la simple lectura/aprendizaje de los contenidos escolares. Sucede, eso sí, que es imposible “comprobar” todo.

El “acto de fe”, expresión acuñada por S. Kierkegaard, es una impostura. Porque no es un acto que se pueda hacer de una vez por todas, como hace el niño al aprender verdades científicas. Es un acto a realizar una y otra vez, dado que aquí y allá surgen dudas y evidencias y realidades en contra.

La primera, como es lógico, la propia razón (estamos presuponiendo todo esto en personas que alguna vez piensan en lo que creen, no en el montón de crédulos que dan todo por supuesto, más aún, que jamás pensarán siquiera en lo que dicen cuando comienzan la retahíla de “creo en.…”) (1).

Esfuerzo excesivo para la mente humana: al final, el creyente-pensante termina amodorrado. Amodorrado y quizá obsesionado. Y más todavía, engañado. El esfuerzo por mantener la fe a la par que se piensa en ella es titánico, insuperable.

Esto lo sabe la religión y por eso ofrece continuamente pruebas, “evidencias”, que no son sino apaños o “amaños”. Para que la fe no llegue a la raíz de todo y compruebe la falacia de Dios, ya la Organización se encarga de que no profundice el pensamiento en ello: la Teología misma es una inmensa cortina de humo que impide ver el “sancta sanctorum” tras el que se oculta la nada.

Y si no puede trasladar al vulgo la “profundidad” de la Teología, le pone delante otra cortina cautivadora, la “belleza” creada por la fe. O la cultura. O la beneficencia... Pantallas para no pensar.

Y añade más recursos. La fe consuela. La fe obra maravillas. La fe mueve montañas. La fe cura. La fe une a la comunidad de creyentes. Cortinas para que el hombre no piense, no llegue al principio primero del creer.

¿No lo estamos viendo en cualquier publicación religiosa, prensa, revistas, etc., cómo navegan por niveles que nada tienen que ver con la fe? Porque se devanan los sesos tratando de convencer ¡con argumentos!: el diseño divino, la revelación divina, los milagros, y últimamente terminando por “cosas” que nada tienen que ver con la fe: la ayuda a los necesitados, la denuncia de las injusticias, etc.

 Y si todo eso fuera poco, esgrimen el mejor argumento para creer, el más eficaz, el del miedo al castigo. Castigo en vida y castigo tras la muerte, que tiene quizá más virtualidad que el castigo real.

No hay, pues, verdaderos actos de fe por la sencilla razón de que éstos corroen la misma fe e insultan a la razón. De ahí que sea mejor no introducirse en tales berenjenales.

Gracias a Dios” vivimos en una época en que el monopolio de la religión ha quebrado: hoy cualquiera puede ver que tales evidencias y pruebas son invenciones de mentalidades débiles, pues no otra cosa son aquellos que domingo tras domingo paren discursos resbaladizos para quien ya está convencido y ha dimitido de pensar. Un acto más “acostumbrado”.

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(1) Es esa pequeña prueba, entre jocosa y seria, que hago todos los domingos con gente de mi entorno, familiares y amistades. Nadie aprueba ni con un 5 raspado: "¿Me puedes decir de qué trataba el Evangelio de hoy? ¿Y la Epístola? ¿Y de qué ha hablado el cura?". Y no digamos si van a misa todos los días.

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