El niño que acepta todo y el adulto que lo pone en duda.

Cuando yo era niño hablaba como niño, sentía como niño, discurría como niño. Cuando me hice hombre dejé a un lado las cosas de niño (I Cor. 13.11-13).

Y de un Pablo a otro Pablo:

Pero maestro, ¿cómo se te ocurrió escribir esto? ¿No te dabas cuenta de las consecuencias? ¿No podías pensar que entre esas cosas de niño estaban los cuentos y leyendas que nos contasteis personajes como tú?”  

Los mensajes espirituales recibidos en la infancia necesariamente tenían que sufrir la criba que vendría en la etapa de adultos, quizá mucho antes, en la adolescencia y primera juventud. El niño vive y sueña con Caperucita Roja, con las Fábulas de Esopo y con los Reyes Magos, pero pronto se da cuenta de que eso son cuentos o  apólogos de los que deduce enseñanzas morales. Leo en la primera lección del libro de religión de 2º de Primaria: “Al principio, Dios creó el cielo y la tierra”. He aquí uno de los primeros cuentos que son comunes a casi todas las religiones de la Tierra.

En las reuniones de catequesis previas a la I Comunión, aparte de la instrucción propia de la fe católica, hay catequistas que inducen a los muchachos a preguntarse ideas como éstas: de dónde venimos, cómo hemos llegado hasta aquí, cuáles son las reglas de vida, dónde se encuentra la felicidad y cómo conseguirla, hacia dónde caminan nuestros actos, qué nos distingue de los animales, dónde radica el pensamiento, qué es bueno y qué es malo y similares.

Dado que el niño no es capaz de responder o explicarse todas esas preguntas, aparte de racionalizar lo que oye, es el propio catequista el que responde a todo ello  introduciendo doctrina que perdurará en la mente del adolescente, del joven y del adulto, esos que no han hecho crítica alguna de las enseñanzas recibidas. Ahí está Dios para explicarlo todo y el alma humana para dar razón de nuestra razón.

Muchas de esas preguntas quedarán respondidas cuando el joven acceda a las asignaturas de Historia, Sociología, Biología, Psicología, Derecho, Física, etc. Pero otras no tendrán respuesta porque no la pueden tener: los cuentos son lo que son, no tienen sentido racional alguno ni comprobación consecuente.

Y respondiendo al origen primero del hombre, del cielo y de la naturaleza, introducirán en la mente virgen del niño la idea de que existe un Ser que es invisible, inefable, creador, omnipotente, imposible de conocer o comprender por el hombre, un Ser que habita en “los cielos”, sin saber exactamente qué son “los cielos”.

Y estas historias, respuestas, se adornarán con otras muchas que, sí, son literaria e imaginativamente hermosas, son cautivadoras, son alentadoras y dan explicación a todo.  Porque ese Ser invisible no está solo. Existen otras muchas fuerzas menores: ese cielo al que están destinados los santos, donde ahora residen más los que se han purificado en el Purgatorio, está poblado de espíritus puros, vulgarmente llamados ángeles: alrededor de Dios hay nueve series de espíritus, unos más cercanos a Dios como los serafines, querubines y tronos; otros intermedios con los bienaventurados y con nosotros los humanos, las dominaciones, principados y potestades;  y otra serie cercana a los hombres, que habitan entre nosotros, cuales son las virtudes, ángeles y arcángeles, que son inspiradores, mensajeros y guardianes de los hombres.

No entramos a considerar otras historias que religiones coetáneas cuentan a sus infantes. No difieren en mucho a las que en nuestra niñez nos contaban y que ahora alimentan series animadas o películas de ficción. Hablan de deidades subalternas, avatares, ancestros gigantescos, seres entrometidos, caprichosos y crueles, nuestros satanes o ángeles rebeldes que explican el mal que existe en el mundo.

Es todo tan asombroso, tan extraordinario, tan impresionante, a veces tan perturbador, que explicado por quienes saben de todo esto, necesariamente debe ser creído, a la vez que imaginado y gozado. Y a lo largo de los siglos, esculpido en piedra, pintado, cantado, recreado en poemas o ficciones literarias.

Pablo de Tarso que habitas en el cielo, te recuerdo tus propias palabras: “Cuando yo era niño…”.

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