Un cuento productivo: las reliquias de Jesús y los viajes a Tierra Santa.

En la consideración de lo que han devenido los Santos Lugares, la Tierra que dicen Santa, cualquiera que medite un poco y consiga salir del adormecimiento que la fe produce –la fe que todo lo cree—terminará huyendo de cuanto suene a reliquias: todo se ha vuelto negocio. Un negocio con fundamento en ficciones, farsas, engaños y casi siempre falsificaciones.

Cuando Constantino abrió la espita por donde brotó y se expandió la “nova et pernitiosa religio” –y tan perniciosa--, al mismo tiempo engendró la fiebre por conocer los lugares sagrados y disponer de los objetos en contacto con el Salvador. El primer personaje ávido de objetos fue Santa Elena, la cortesana que llegó a emperatriz, madre del supradicho y que milagrosamente –tres siglos después de los hechos trágicos ocurridos en Jerusalén—encontró todo lo que deseaba encontrar.

¿Se lo creen?

Se lo crean o no, los crédulos dirán que ahí están los objetos motivo de peregrinación y consiguiente veneración. Ahí se mantienen para regocijo espiritual de tantos y tantos turistas, perdón, peregrinos, que ven confirmada su fe al rebufo de lo que los guías de los distintos lugares les dicen. Guías que al menos el relato evangélico correspondiente más lo que los siglos han inventado, conocen al dedillo.

Recordemos un hecho cierto: Jerusalén, al final de la sangrienta guerra judía, fue destruida totalmente en el año 70, se derribaron todos los edificios y se explanaron montículos para erigir posteriormente una ciudad más acorde con las modas helenistas.

Sin embargo fue allí donde Santa Elena encontró “casi” todo, por ejemplo los clavos con que Jesús fue atenazado a la cruz. ¿Es esto verosímil? Verosímil quizá no; creíble, desde luego. A la fuerza hay que creerlo cuando el piadoso peregrino está ante cualquiera de los veintisiete clavos (el erudito Albert Herrmann hizo una recensión de ellos) que en tal o cual lugar se veneran, como los que se encuentran en Constantinopla capilla de Faros, en Milán, en la capilla del Palacio Real de Madrid o en Viena).

Cuando los cruzados, especialmente los componentes de la I Cruzada, que no eran sino campesinos, indigentes desheredados y gente de la más baja ralea se aproximaban a Palestina, a la vista de cualquier ciudad preguntaban si aquello era Tierra Santa, si por allí había caminado Jesús… Después de tantas semanas caminando y después de la mortandad sufrida, aquellos analfabetos crédulos se hubieran contentado con cualquier cosa. Aventuramos que algo parecido les sucede a los piadosos peregrinos de Tierra Santa.

La relación de “reliquias” de Jesús, con su cantidad y las peripecias de las mismas, es de carcajada. Y sin embargo los píos creyentes se tomaban las cosas muy en serio: ahí está, por ejemplo, la Hermandad “van der heiliger Besnidenissen ons liefs Heeren Jhesu Christi in onser liever Vrouwen Kerke t’Antwerpen” (en lenguaje llano, la Hermandad del Santo Prepucio de Amberes), fundada en 1426 y que anualmente recorría la ciudad exhibiendo el Santo Prepucio para que el pueblo se beneficiara de la gracia santificante que del mismo se esparcía. Suponemos que a día de hoy esta hilarante práctica habrá desaparecido.
El avatar de cada una de las reliquias es algo apasionante. Pero dejamos este asunto para la pluma más erudita del jesuita Ignacio Acuña Duarte. Sin vergüenza alguna, la Iglesia católica ha mantenido la ficción hasta los años cincuenta del siglo XX, en algunos casos hasta la finalización del Concilio Vaticano II y en otros todavía se mantiene.

He aquí el elenco de algunas reliquias veneradas y a la par multiplicadas, como los panes y los peces, en diversos lugares de la cristiandad. Lógicamente todas santas:
- los numerosos “santos prepucios”, alguno de los cuales llegaron a ser anillo de vírgenes como Santa Catalina de Siena, Celestine Fenouil y Marie Julie Jahenny;
- los santos pañales, como el custodiado, que no venerado, en Lérida;
- las columnas del templo de Jerusalén;
- la mesa de la Santa Cena;
- el plato de la Santa Cena;
- las toallas empleadas para lavar los pies antes de la Santa Cena;
- el triclinio donde Jesús se tendió para la Cena (igual hubiera sido una banqueta);
- el cáliz o Santo Grial, presente en varios santuarios y que tanto juego esotérico ha dado en relatos y novelas;
- monedas que Judas recibió por su traición, tres de ellas en Génova, otras tres en Valencia y una en Roma;
- las ligaduras con que ataron al Salvador, una de ellas en El Escorial;
- una piedra del torrente Cedrón donde Jesús tropezó cuando lo llevaban preso y en la que quedaron impresas huellas de sus rodillas, manos y cabeza;
- la casa de Anás, donde ahora se yergue una iglesia ortodoxa con un convento anejo;
- la casa de Caifás, donde estuvo la columna de los azotes que hoy se encuentra en Santa Práxedes de Roma;
- la venda que pusieron a Jesús en los ojos antes de darle puñetazos, que está en Roma;
- la columna o columnas de la flagelación, una en la iglesia del Santo Sepulcro y otra en Roma (como si le hubieran atado una mano a una y la otra a otra);
- los santos flagelos con que lo azotaron, también en dos iglesias de Italia;
- la corona de espinas de la que se sacaron múltiples espinas esparcidas por todo el mundo (a decir verdad prácticamente todas en España)
- otro látigo de la flagelación; la esponja de la pasión; el mantel de la Cena…
- el paño de la “Verónica”, donde quedó impresa la cara de Jesús doliente;
- la túnica, que ya son dos o tres túnicas que se repartieron los soldados;
- la “vera cruz” y sus múltiples fragmentos, quizá la reliquia más importante de la cristiandad y la más venerada;
- los clavos de Cristo, no tres ni cuatro sino, al menos, veintisiete;
- la tablilla del INRI;
- el “perizonium” o paño de pureza con que cubrieron las partes pudendas de Jesús;
- la santa lanza, que se convirtió en dos, reliquia encontrada por Santa Elena por la que manifestó interés el mismísimo Hitler;
- sangre y agua del costado de Jesús (recogidas, dicen, por José de Arimatea o por Nicodemo);
- dos columnas que sostenían el velo del templo, que se rasgó al morir Jesús;
- sudarios y lienzos del Santo Sepulcro.

Añádanse a esta lista las localizaciones geográficas de los relatos evangélicos. Por poner un ejemplo, en Getsemaní y aledaños hay, o había, alrededor de treinta iglesias, cada una con su advocación correspondiente: la más impresionante, la de “las Naciones”, con sus doce apostólicas cúpulas (erigida sobre la roca donde Cristo oró y sudó sangre); otra, la de María Magdalena, ortodoxa rusa, en el lugar donde Judas lo entregó...

Todos estos objetos en forma de reliquias tienen su certificación, su “historia” verdadera, el relato del proceloso peregrinaje de cada objeto hasta llegar al sitio que hoy ocupan, algo así como su sello de autenticidad, que no es otro que la “tradición” (dice la Iglesia que la Tradición también es fuente de fe).

Dirán los creyentes purificados de hoy día que en nuestros tiempos nada de eso tiene importancia para creer. Desde luego que no, porque el porcentaje de falsificación es tan alto que muy crédulo o ignorante tiene que ser uno para concederles rango histórico. Pero ¿cómo es que durante siglos sí que estos objetos han sustentado la fe en la realidad histórica de Jesús? ¿Por qué la Iglesia ha consentido mantener durante siglos esta tan descomunal “pia fraus”? Sí, ha sido la santa madre Iglesia la que ha urdido esta trama de falsedades y la que ha llenado las mentes analfabetas del pueblo con tales fabulaciones. En cierto modo, todavía lo consiente o hace la vista gorda. Una de las razones, quizá la más importante, tiene que ver con el suculento negocio que todo ello procuraba y procura, principalmente en forma de peregrinaciones y de indulgencias. Ahí tenemos Santiago de Compostela.

Sin embargo la credulidad tiene muchos objetos para venerar, objetos no en sentido material o físico. Hoy son impensables tales devociones y cuando uno está ante un fragmento de la cruz o ante la columna de la azotaina, los mira sin que se agite ni una neurona de su sensibilidad, es decir, con recelo y suspicacia. Hoy la Iglesia se ha hecho más espiritual, dado que la credulidad va por otros derroteros más ligados al sentimentalismo o a la psicología barata.
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