Ejemplaridad

En todos  los ámbitos de la sociedad hay personas que ofrecen buenos y malos ejemplos. En el mundo eclesiástico ocurre que los malos ejemplos hacen mucho ruido y los buenos parece que tienen un alcance corto.

Hay buenos y malos ejemplos. Los buenos invitan a la imitación. Los malos provocan rechazo. Los ejemplos remiten a las personas. Una persona es ejemplar cuando es digna de ser imitada, al menos en alguno de sus aspectos. Pero hay personas que son ejemplos de lo que no hay que hacer.

En todos los ámbitos de la sociedad hay personas notorias o públicas que ofrecen malos y buenos ejemplos. Hay políticos, periodistas, empresarios, profesores corruptos, que mienten o defraudan. Y también hay políticos preocupados por el bien del pueblo, periodistas que buscan la verdad, empresarios con sensibilidad social, profesores sacrificados que ayudan a sus alumnos. Cuando se trata de personajes públicos suele ocurrir que los malos ejemplos llegan muy lejos, y a los buenos, a veces, se les presta poca atención.

En el terreno religioso o eclesiástico ocurre algo parecido: los malos ejemplos tienen un alcance largo y hacen mucho ruido, con el agravante de que, más aún que del resto de actores sociales (políticos, empresarios, científicos), del eclesiástico se espera un plus de moralidad, buen hacer, bondad o sacrificio, incluso más allá del estricto cumplimiento de la ley. En los últimos años hemos conocido casos de fundadores de congregaciones religiosas que pregonaban la más estricta moralidad en sus intervenciones públicas y, en su vida privada, hacían todo lo contrario de lo que predicaban. También hemos conocido casos de clérigos y asimilados (varones y mujeres) acusados de abusar de su poder y de dañar a quienes debían cuidar. Digo hemos conocido, porque haber, debe haber más.

A esta tribu de personajes religiosos se les pueden aplicar esas palabras de san Pablo en Rm 2,24 (aunque sospecho que a ellos esa aplicación no les inmuta demasiado): “El nombre de Dios, por vuestra causa, es blasfemado entre las naciones”. O sea, los pecados de aquellos que se presentan como “gente de Dios” y así los consideran erróneamente algunos, parece como si desprestigiaran a Dios, sobre todo ante los no creyentes, ante “las naciones”. En todo caso, no desprestigian a un Dios bien presentado y predicado, sino a un Dios mal presentado y, por tanto, un falso Dios.

En contraste con los malos ejemplos, los buenos, aparentemente, tienen un alcance corto, pero muy profundo y duradero, de modo que, a la larga, resulta más eficaz. Tienen un alcance corto porque el bien no hace ruido. Pero su influencia, al ser más cercana y personal, más de tú a tú, es más convincente. Los buenos ejemplos no se suelen encontrar donde hay publicidad, sino donde hay servicio desinteresado. Ahora bien, aquel que da “buen ejemplo” no actúa para dar ejemplo, actúa porque así se lo dicta su conciencia. Los buenos hacen el bien en toda circunstancia, aunque nadie se entere y nadie les vea. Al contrario del malo que puede hacer algo bueno para figurar, ser aplaudido o salir en la foto, el bueno no hace el bien para que le aplaudan, sino movido por su sentido del bien; dicho en términos religiosos, movido por el Espíritu Santo.

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