San Pablo VI: la cruz y el diálogo


Si Romero fue un niño de pueblo que llegó a arzobispo y mártir de la fe y la justicia de América, Pablo VI -canonizado el mismo día-, había nacido en una familia aristocrática y sería un intelectual que llegaría a convertirse en el Papa del Diálogo que abrió las puertas de la Iglesia a la modernidad. Todo ello desde el sufrimiento personal y una profunda humildad. Como dudaba, le llamaron el “papa Hamlet”, pero él mismo se preguntaba si no se parecería más a don Quijote. De hecho se trata del cuarto papa del siglo XX que sube a los altares después de Pío X, Juan XXIII y Juan Pablo II. Permanecen abiertas las causas de Juan Pablo I y Pío XII.
Giovanni Battista Montini vio la luz en 1897 en Concesio (Brescia, Lombardía). Su padre Giorgio Montini, era abogado, periodista, director de la Acción Católica y miembro del Parlamento de Italia; y su madre, Giudetta Alghisi, pertenecía a la nobleza rural. Tuvo dos hermanos: Francesco Montini, médico, y Ludovico Montini, abogado y político.
De salud frágil, se educó con los jesuitas, ingresó en el seminario de Brescia y tras ordenarse sacerdote (1920), se doctoró en Derecho Canónico, completando sus estudios en la Universidad Gregoriana y en la Academia Pontificia, donde se forman los diplomáticos de la Santa Sede; para enseguida hacer sus primeras armas en la Secretaría de Estado. Tras una breve y dura estancia en la nunciatura de Varsovia, Pío XII -aún cardenal Pacelli- pone sus ojos en él, y a su lado aprendería a gestionar delicados asuntos de la Iglesia, cuando estalla la Segunda Guerra Mundial. A petición del Papa, creó una oficina de información para los prisioneros de guerra y los refugiados. Pío XII, probablemente con el fin de prepararlo pastoralmente, le catapulta a la diócesis más importante de Italia, Milán. Allí empieza a manifestarse como hombre de diálogo con los obreros, intelectuales y miembros de otras religiones.
Muerto Pacelli, Juan XXIII (1963) lo eleva al cardenalato, lo que le permite viajar por todo el mundo. Participa en el Concilio aunque le había dicho al Papa, que al convocarlo, se metía en “un avispero”. Montini es elegido en el cónclave como una figura de consenso adoptando el nombre de Pablo, su gran modelo. Empezó por recortar el boato exterior de la Iglesia: la triple tiara, la nobleza vaticana, diversas guardias pontificias. “Vale más la comprensión de la oración que los vestidos de seda y vetustos con los que ha sido revestida regiamente. Vale sobre todo la participación del pueblo”, comentó.
Ahora le tocaba entrar de lleno en aquel “avispero” que había heredado de su predecesor: continuar y consolidar el Vaticano II. Entre sus prioridades, una mejor comprensión de la Iglesia católica, es decir, una definición más completa de su naturaleza y del papel del obispo, su renovación; la restauración de la unidad de los cristianos; y el diálogo con el mundo contemporáneo, objetivos que cristalizaron en los conocidos documentos conciliares que constituirían una auténtica revolución pastoral, a través de la nueva misa, la colegialidad, el Sínodo, las reforma de la curia, el ecumenismo, la reorganización del Santo Oficio...
Tales pasos no se llevaron a cabo sin sufrimiento personal. El papa Montini, de carácter retraído y solitario, había escrito en su diario al ser elegido: “La posición es única. Me trae gran soledad. Yo era solitario antes, pero ahora mi soledad llega a ser completa e impresionante”. Las polémicas internas y el rechazo a las novedades llegaban a su despacho como un continuo bombardeo, pero él mantuvo firme el timón del nuevo rumbo eclesial. Benedicto XVI, recordándolo, decía que “sin él, el Concilio Vaticano II, tenía el riesgo de no tomar forma”. Su carácter, más frío, distaba de simpatía mediática de su predecesor, pero la mirada penetrante de sus ojos azules ganaba en las distancias cortas.
Quizás su primera virtud fue la búsqueda del diálogo, aun en casos complejos, como el entablado con los países comunistas (la Ostpolitik llevada a cabo por Agostino Casaroli), las comunidades de base y las ultraconservadoras, que querían, unas, romper la disciplina con la Iglesia (el caso de dom Franzoni abad procomunista de san Pablo Extramuros,) y otras, que rechazaban la doctrina del Concilio (el cismático Marcel Lefebvre). Recientemente se ha conocido el texto completo de la firme y a la vez paciente conversación que mantuvo con él para convencerle de volver al redil.
Montini mantuvo su culto a la amistad y al trato con intelectuales no siempre bien juzgados por el ámbito curial, como Maritain, De Gasperi, Dalla Torre, Bonomelli, la Pira, Fanfani y tantos otros. Sin duda entre ellos privilegió a los franceses, especialmente Jacques Maritain, que le ayudó a redactar el “Credo del Pueblo de Dios”. Dialogaba también con los artistas, y abrió la Sede Apostólica al mundo al iniciar grandes viajes papales. Sus diez giras apostólicas y su visita a la ONU le convirtieron en “Peregrino de la Paz”: “Nuestra breve visita nos ha dado un gran honor; el de proclamar al mundo entero, desde la Sede de las Naciones Unidas, ‘¡paz!’”. De sus ocho encíclicas destacan Ecclesiam suam y Populorum progressio, dedicada ésta al tema del “desarrollo de los pueblos” con la tesis de que la economía debía servir a la humanidad y no sólo a unos pocos, y que la paz real está condicionada a la justicia.
Sin duda su encíclica más polémica fue la Humanae vitae (1968), que reafirmaba el punto de vista tradicional de la Iglesia católica sobre el matrimonio y las relaciones conyugales con la condena permanente del control de la natalidad artificial. Su publicación creó un gran revuelo internacional, pues dos comisiones previas habían analizado positivamente los últimos avances de la ciencia y la medicina sobre el control, practicado de hecho por muchos católicos. Se dijo entonces que surgía un Pablo VI temeroso, preocupado por las consecuencias del posconcilio. De hecho él mismo llegó a afirmar que “el humo de Satanás” se había infiltrado en la Iglesia.
Nadie duda sin embargo que fue el precursor de la nueva Iglesia abierta al mundo. Además, había internacionalizado el colegio cardenalicio; limitado a 80 años la edad de los electores del cónclave, y reformado la vestimenta de los “príncipes de la Iglesia”. El secuestro de su gran amigo, el político Aldo Moro en 1978 por las Brigadas Rojas fue la última estación de su personal viacrucis, llegando a pedir en una carta la liberación del secuestrado “de rodillas”. El 9 de mayo fue encontrado en Roma el cuerpo acribillado de Moro.
El 6 de agosto de 1978, a las 21:41, Pablo VI fallecía en Castel Gandolfo. A su muerte, se dispuso un funeral austero, con un ataúd de madera, sobre el que se colocó un ejemplar de los Evangelios. Quiso ser enterrado bajo el suelo de la Basílica de San Pedro, en “tierra verdadera”. Iniciado el proceso de canonización por Juan Pablo II y aprobado el milagro, el papa Francisco firmó su beatificación, que tuvo lugar el 19 de octubre de 2014 como parte del cierre del Sínodo extraordinario sobre la familia, acto en que se destacó su labor evangelizadora y de timonel de la Iglesia.
“¿Soñamos tal vez cuando hablamos de civilización del amor? No, no soñamos. Los ideales si son auténticos, si son humanos, no son sueños: son deberes. Especialmente para nosotros cristianos”, había afirmado. Y en su último encuentro con los jóvenes de Acción Católica Italiana, (1978), insistió: “Nuestra finalidad consiste en construir la ‘civilización del amor”; pero recordad bien que nadie puede construir un mundo de amor si no es él mismo amor”.
Como el apóstol Pablo vivió la centralidad de la cruz: “Quizás el Señor me ha llamado a este servicio no porque yo tenga alguna actitud, o porque yo gobierne y salve la Iglesia de sus dificultades presentes, sino para que yo sufra algo por la Iglesia, y sea claro que Él, y no otro, la guía y la salva”. En síntesis, una vida de diálogo y servicio al hombre bajo el ejemplo del “apóstol de las gentes” durante quince años en los que no cesó de transmitir ese mensaje dirigido a todos: a sus hermanos de casa, pero también a quienes se habían alejado, cuantos creen en Dios sin conocer su nombre, a los que lo niegan, e incluso a los que lo combaten. «Ser todo en todos», era su lema.
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