Maestros o Testigos
| Gabriel Mª Otalora
Si buscas resultados distintos no hagas siempre lo mismo. Esta frase atribuida a Albert Einstein bien puede aplicarse a nuestra Iglesia católica. El clericalismo que denuncia el Papa con severidad y que afecta también a una parte significativa del laicado, tiene consecuencias cada vez más evidentes en el Mensaje: no cala en amplias capas de católicos, no vivimos en Occidente como Luz del mundo ni somos signos de esperanza para tanto desnortado que no encuentra en nuestras actitudes lo que decimos ser.
Los datos del INE son elocuentes, comenzando por el descenso de 280.000 creyentes cada año. El resto de datos tampoco son buenos hasta 2019, por tanto sin incidencia del coronavirus. Se ha pasado de un 45% de bodas católicas en 2009 a un 21% de las bodas celebradas por la Iglesia. Los bautizos han bajado un 17% y las comuniones, ocho puntos. Si valoramos estos datos con el fenómeno de los templos cada vez más vacíos, parecen signos claros de la desconfianza y decepción en torno a la Iglesia. Las que sí crecen son las unciones a enfermos respecto a los bautizos porque hay menos niños.
Desciende, pues, el número de laicos mientras los seminarios tampoco remontan. Sigue habiendo fe, pero falla la transmisión de los padres en su compromiso con la religión de sus hijos, seguramente porque son parte de los desencantados. Es cierto que no ayuda la etapa de adolescencia que atraviesan los chavales ni tampoco algunos valores sociales vigentes, en los que priman el consumo y la imagen. Pero una cosa es la dificultad social y el problema del envejecimiento, que son realidades evidentes, y otra nuestras propias irresponsabilidades.
En el siglo XVI se produjo una gran crisis en la Iglesia católica de Europa Occidental, debido a numerosas corrupciones eclesiásticas que acabó con la Reforma de Lutero convertida en ruptura hasta nuestros días. Llevamos camino de que las actitudes de poder, vanagloria y dinero (hay que ver lo que se han encontrado Benedicto XVI y Francisco) nos estén llevando por caminos que propician el descenso de católicos y el desprestigio de la institución. La actitud de buena parte de la Iglesia ante la pederastia ha sido la puntilla. Ya no podemos echar la culpa a las numerosas persecuciones contra la Iglesia, que siguen generando mártires, pues en Primer Mundo nos bastamos solos para generar el erial religioso. Me recuerda la ironía que suelta Leonardo Sciascia en su libro El caballero y la muerte: “El diablo estaba tan cansado que prefería dejarlo todo en manos de los hombres, más eficaces que él”.
Francisco ha sido valiente para enfrentarse a la pederastia y denostar el clericalismo que tanto daño hace en una parte significativa del clero y también del laicado. La Sinodalidad es el camino, sin duda, pero ya vemos las resistencias, tan poco cristianas, que estamos observando en la dirección contraria. Y las barbaridades que se lanzan, desde dentro, sobre el Papa Francisco por querer recuperar en la Iglesia el espíritu de Jesús. Quizá lo peor de todo es que seguimos refractarios a la autocrítica.
Por último, buena parte de quienes no le tragan a Francisco promueven una fe de seguridades y dogmas, de liturgias en las que el rito se cuida más que la vivencia. Rescatar un pasado que no puede volver porque la sociedad es diferente y no se dan cuenta que el inmovilismo es lo que caracteriza a la ciénaga.
Es tiempo de que cada uno pongamos de nuestra parte, comenzando por rezar mejor, hablando menos y escuchando más para abrirnos al Espíritu y renovar por dentro nuestra Iglesia. Nadie lo hará desde fuera. Si el cambio no es interior, no habrá cambio real y otras generaciones serán las que recuperen la esencia de Cristo.