Marta y María

Este pasaje de Lucas (Lc 10, 38-42) puede acabar siendo simplificado por la aparente simplicidad de su mensaje. Pero como acurre con casi todo el evangelio, las interpretaciones de sus textos vienen tamizadas por lo que el Espíritu quiere decir a cada persona concreta, en este momento de la vida, aunque su fondo tenga una orientación práctica universal. Nos afanamos en aprehender el evangelio para fijarlo unilateralmente y para siempre en la dirección que damos por buena cuando lo que ocurre es que, con cada lectura orante honesta, se nos escurren las certezas que teníamos porque no son textos para leer racionalmente como si de una historia se tratara -aunque Jesús existió y forma parte del devenir histórico- sino para meditarlas en conciencia con el corazón.

La aparente dicotomía entre la contemplación y la acción no existe. El mandato es amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. Esa conjunción copulativa del “y” pone en el mismo saco ambas necesidades, que no se pueden separar. Ciertamente que los carismas son muchos pero ambas realidades del amor a Dios (adoración, escucha activa, tiempo para dejarnos inundar por la Presencia...) debe ir inseparablemente unido a la acción transformadora de la realidad que Dios nos encomienda cada día. La primera ilumina a la segunda, por eso podemos ser contemplativos “entre los pucheros” (Santa Teresa), contemplativos en la acción.

Esa llamada de Jesús a que a María “No le será quitada la mejor parte”, no es excluyente sino inclusiva. Pero cuántas veces nos deslizamos bien a gusto hacia un extremo o el otro, hacia una introspección oracional que no deja huella en nuestra mejora personal ni en la vida de los demás. O a una actividad desenfrenada, al estilo de Marta, que deja sin espacio diario a la comunicación con Dios. Este segundo exceso es el que, a nada que nos descuidamos, nos lleva a que los afanes eclesiales los entendamos como obra nuestra en lugar de sabernos humildemente las manos de Dios.

Nuestra jornada, desde la mañana a la noche, está repleta de múltiples ocupaciones absorbentes laborales, familiares, con sobresaltos, alegrías y dificultades. Pero si queremos que todas esas actividades sean un encuentro con el Señor, necesitamos unos momentos del día para “sentarnos”, como María, en la presencia de Dios, ponernos a la escucha compartiendo nuestros afanes con Él. La fe sin obras es una fe muerta. Las obras sin amor son interesadas.


Escuchar a Dios como María y cumplir lo que dice como Marta encarna la fe cristiana, que no es un mero “creer que”, sino “creer en”. Y ya que estamos tan imbuidos en la cultura de la mariología, es aquí donde María la madre de Jesús, puede servirnos como modelo de escucha, de aceptación y conversión de una fe como la suya que pasó de añorar el éxito de su hijo entre los suyos, como cualquier madre, a transformarse en su seguidora en un permanente y maravilloso fiat del “hágase en mí según tu palabra” que duró el resto de sus días y por el que “le felicitarán todas las generaciones”.
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