El valor de las cosas

Cada vez me encuentro con más personas que se lamentan del poco tiempo que tienen para ellas mismas. Prisas y más prisas, sin apenas espacios para reflexionar una vida que fluye demasiado rápìda. Confieso que no soy ajeno a estos sentimientos. Por eso mismo, quiero aprovechar estas líneas para acercarme al lector con una parábola recogida por Jorge Bucay a la medida de la insatisfacción profunda que reina en nuestra sociedad opulenta.

Cuentan que había un anciano monje que vivía en una pequeña choza alejada del pueblo. La casucha era una humilde cabaña de techos de paja dividida en dos cuartos, donde el anciano dormía en el suelo sobre una simple esterilla. Una noche se despertó por los ruidos que escuchaba en la casa. Encendió una vela y se encontró a un joven que revolvía las cosas que había en los rústicos estantes y ponía en una bolsa todo lo que le parecía de valor. Apenas vio al anciano, sacó de su cintura una navaja, con la que amenazó al viejo:

-¿Tienes dinero? - le preguntó. El anciano le respondió que no, y que bajase el cuchillo, pues no tenía nada que temer. No hay muchas cosas de valor -dijo el viejo- quizás te sirvan este par de candelabros... y estas sandalias de cuero. Ante la insistencia del atracador por saber si tenía cosas de más valor, el monje le contestó tranquilamente: No. Creo que no. Pero si te quedas un rato algo se me ocurrirá.

-¿Crees que soy tonto? -dijo el ladrón- ¿y esperar que vengan quienes te ayuden a atraparme? El atracador cargó su bolsa en el hombro y salió de la casa. Había andado unos cien metros cuando escuchó los pasos de alguien que lo seguía. Volvió a sacar su navaja y se preparó para enfrentarse con quien le iba detrás.

-Tranquilo -dijo el anciano, que de él se trataba- soy yo. Es que todo fue tan rápido que no tuve tiempo de acordarme... Y extendiendo la mano, mostró una enorme joya que aun en la noche brillaba magníficamente, para entregársela al ladrón.

Tocándole el hombro, se dio media vuelta para regresar a su choza. Media hora más tarde, golpeaban a su puerta. Al abrir, la luz de la vela alumbró el rostro desencajado del ladrón... -Te dije que me dieras lo más valioso que tenías -dijo en un tono que parecía más de súplica que de amenaza- dámelo por favor, dámelo. Ante semejante comentario, el anciano algo confundido, le replicó:

-Te di lo que tenía; llévate lo que quieras. -No -dijo el ladrón- lo más valioso que tienes es tu posibilidad de renunciar a esta joya sin ninguna necesidad. Dame esa virtud, por favor, dámela.

Hasta aquí la parábola recogida por Bucay. Es evidente que practicamos la cultura de que nada es suficiente confundiendo, a menudo, la posesión de bienes con la capacidad de disfrutarlos. Nos cuesta mucho desprendernos de cualquier cosa, como si de un trozo de nuestro cuerpo se tratase; no sabemos dejar atrás el bote una vez cruzado el río. Si paramos un instante entre estrés y estrés, veremos hasta qué punto la codicia ha calado en nosotros aunque anide disfrazada del “por si acaso”. Hay que ver la cantidad de lastre acumulado que ahoga lo mejor de la persona: la generosidad. Solo quien ha sabido desprenderse puede disfrutar de la vida. Aprender esta lección es fundamental, mucho más importante que saber informática o idiomas para sentirnos realizados, o lo que es lo mismo: alegres.

Los años pasan y pesan como para ir pensando en ir prescindiendo de cosas que faciliten un caminar más llevadero en los momentos llanos del camino de la vida, porque entonces es más fácil; si el terreno se pone cuesta arriba, a veces sin avisar, la urgencia es mayor y la dificultad también a la hora de tomar decisiones, sobre todo cuando el alma lleva sobrepeso por la acaparación de cosas.

No se precisa mucho tiempo para interiorizar si estamos más cerca del monje de la parábola o del icono Emilio Botín. Otra cosa es la opción que decidamos mantener.
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