He venido a traer fuego a la tierra
En este mismo evangelio según san Lucas, Juan el Bautista anuncia que ya viene uno que es más fuerte que él, que bautizará con Espíritu Santo y fuego (3,16). En Pentecostés, según cuenta este mismo evangelista san Lucas, el Espíritu Santo bajó sobre la primera comunidad reunida en Jerusalén, y su aspecto visible era de lenguas como de fuego, que se repartían y se posaban sobre cada uno de ellos y todos quedaron llenos del Espíritu Santo (Hch 2, 3-4).
Efectivamente según todo el testimonio del Nuevo Testamento, la obra salvadora de Jesús encuentra su realización cumplida con el envío del Espíritu Santo. Al desear que venga el fuego y que arda, Jesús desea que se vea cumplida su misión. El Espíritu Santo es la misma vida de Dios compartida como regalo con nosotros los seguidores de Cristo. Es el Espíritu que nos purifica y nos santifica, que nos hace hijos adoptivos de Dios con el nuevo nacimiento por el bautismo, que nos reúne también en un solo cuerpo que es la Iglesia, que nos capacita para orar y llamar a Dios Padre, que nos ayuda también para entender y acoger la Palabra de Dios, que suscita los diversos ministerios y carismas en la comunidad cristiana, que da la fuerza que hace posible el testimonio de Jesús, incluso hasta el martirio. El Espíritu Santo es la semilla de la resurrección. El Espíritu Santo en nosotros es quien nos capacita para ser discípulos de Jesús. Su presencia cumple en nosotros la salvación que Cristo realizó en la cruz. El deseo de Jesús de que el mundo arda es el deseo de ver realizada y cumplida plenamente la salvación.
Cuando Jesús pronunció esa frase su muerte en la cruz estaba todavía en el futuro, pero Jesús la sabía cierta. Jesús sabía que el don del Espíritu que sería el fruto de su misión se podría realizar sólo después de su muerte. En cierta ocasión, nos comenta el evangelista san Juan, Jesús invitó a la gente a llegar y beber de él. También el agua aparece en el Nuevo Testamento como símbolo del Espíritu, igual que el fuego. Si alguien tiene sed, que venga a mí y beba. El evangelista explica que Jesús decía esto refiriéndose al Espíritu que recibirían los que creyeran en él. Y es que aún no había sido dado el Espíritu, porque Jesús no había sido glorificado (Jn 7,37.39), es decir, Jesús no había muerto y resucitado.
Por eso la siguiente frase es consecuente: después de expresar el deseo de que el mundo arda con el don del Espíritu, Jesús hace referencia a su pasión y muerte: Tengo que recibir un bautismo ¡y cómo me angustio mientras llega! No hay don del Espíritu sin la pasión de Cristo. El bautismo que Jesús debe recibir es el de su muerte en la cruz. Él llama su pasión un bautismo (cf. Mc 10,38). Jesús sabe que el don del Espíritu implica su muerte en la cruz, por eso el deseo de que el mundo arda con el fuego del Espíritu le trae a la memoria su pasión, momento que él anticipa con angustia, con temor, también con confianza en Dios. Esta frase de Jesús anticipa de algún modo su oración en el huerto, pero es también un testimonio de cómo Jesús tenía conciencia del desenlace de su vida, pero permaneció firme en el cumplimiento de su misión.
Finalmente la tercera frase de Jesús nos desconcierta. ¿Piensan acaso que he venido a traer la paz a la tierra? De ningún modo. No he venido a traer la paz, sino la división. ¿Cómo es que Jesús dice que no ha venido a traer la paz? Su saludo pascual fue el deseo de paz; cuando nació en Belén los ángeles cantaron el don de la paz; Jesús mismo instruyó a sus discípulos a saludar con la paz al llegar a una casa. ¿Por qué dice ahora que no trae la paz sino la división? ¿No es acaso el don del Espíritu fundamento de la unidad de los creyentes entre sí? En otra ocasión Jesús dijo a sus discípulos: Les dejo la paz, mi paz les doy. Una paz que el mundo no les puede dar (Jn 14,27). Hay una paz propia de Jesús, que sólo él puede dar.
Pero sabemos que en el mundo también se habla de paz. Es posible que en esa frase en que Jesús niega que haya venido a traer la paz, se refiera a la paz entendida al modo mundano. La paz del mundo es la de las componendas; Jesús no viene a traer esa paz. Jesús trae una paz que requiere decisión, que requiere definición ante su persona. Es una decisión de fe que se debe tomar como acto supremo de definición personal.
Por eso Jesús ilustra su sentencia con el ejemplo de la división entre los miembros de la familia. Esta sentencia de Jesús se puede comparar con aquella otra: Si alguno quiere venir conmigo y no está dispuesto a renunciar a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, hermanos y hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser mi discípulo (Lc 14, 26). La opción de fe está por encima de las lealtades familiares. Por supuesto, que esto no tiene que ser así siempre. Si la familia entera decide seguir a Jesús, si la familia entera opta por la misma fe, allí no hay división sino comunión. Pero hay muchos casos en los que la opción de fe crea división familiar. Pero la fe no produce división sólo en el ámbito familiar: puede producir división también en el ámbito social. Jesús lo prevé y lo aprueba. La unidad no puede mantenerse a precio de la renuncia a la verdad de Dios y a Jesús.
Estas frases tan radicales de Jesús traen a nuestra conciencia que la fe no es una moda, la fe no es una costumbre, la fe no es un simple gusto. En nuestra sociedad proliferan las religiones y grupos religiosos de todos los colores y tamaños. Da igual, dicen muchos. En todas partes se habla de Dios. Pero no da igual. Hay fe que nos humaniza y santifica; hay prácticas religiosas que solo nos entretienen. Por otra parte, nuestra cultura se cierra a la trascendencia y a Dios, por lo que la fe se convierte en una mera práctica privada para la conmoción emotiva, pero sin consecuencias morales. Somos en Guatemala una sociedad de creyentes, pero donde prevalecen conductas públicas y privadas contrarias al evangelio: violencia y asesinatos, corrupción, desintegración de la familia, aborto. Los creyentes no podemos quedarnos indiferentes y seguir la corriente para no crear oposición. Hay que tener el valor de actuar contra corriente, contra cultura, contra la aplanadora de la opinión pública. Importa buscar la fe auténtica, donde está el fuego que Jesús vino a dejar. Mucha gente ha dado su vida porque creyó que la fidelidad a Dios y a Jesucristo en la fe católica no era negociable.
Cuando se escribió la Carta a los hebreos ya había una multitud de creyentes que habían dado su vida por la fe. Hoy hemos escuchado el pasaje donde el autor dice: Rodeados, como estamos, por la multitud de antepasados nuestros, que dieron prueba de su fe, dejemos todo lo que nos estorba … para correr con perseverancia la carrera que tenemos por delante, fija la mirada en Jesús, autor y consumador de nuestra fe. La fe debe enfrentar hoy sus retos, sus desafíos. En cada tiempo, en cada época, los creyentes han tenido que hacer frente a diversas adversidades. Y los santos y los mártires han sabido responder según el Evangelio. Nosotros también enfrentamos hoy diversos retos. Tenemos que afirmar la fe en Jesús como la manifestación del amor de Dios que nos permite descubrir que la vida humana y el mismo mundo se sostienen sobre la gratuidad del amor de Dios.
Tenemos que mostrar primero para nosotros mismos y luego para los demás que la fe nos humaniza porque nos abre a la realidad de Dios que está por encima y más allá de este mundo. Tenemos que tener la valentía para afirmar que hay principios éticos no negociables incluso en la esfera pública. Así como los que vivieron antes que nosotros supieron hacer frente a los retos de su tiempo; así ahora nosotros tenemos que hacer frente a los retos que nos tocan. Esa es la llamada a la misión que la Iglesia nos hace hoy. Un empuje misionero que surge del encuentro con el Señor en la fe.
Mario Alberto Molina, O.A.R.
Arzobispo de Los Altos, Quetzaltenango – Totonicapán