El último curso de la carrera

Testimonio de un sacerdote secularizado

Mirando hacia atrás parece mentira. Cuántos soles, cuántas lunas, ¡cuánta agua ha corrido por el río! Hay que animarse y luchar contra la pereza. Es el último peldaño de la escalera; el último eslabón de la cadena. Ya no se volverá a repetir el traslado del baúl; el ordenar la ropa y los libros en el armario rústico. Adorno mi habitación con esmero. Hasta doy cera en la tarima, y coloco unos cuadros, que me recuerdan la primavera.


Abro las hojas de la ventana. Debajo juegan unos niños. Probablemente habrán ingresado por vez primera a la Casa Grande. ¡Cuánto tendrán que trabajar para asomarse desde aquí!
Lo nuevo, lo extraordinario de este año: todos los domingos, Paco y yo dirigíamos la Misa en las Escuelas de San Francisco. No querían los superiores darnos la libertad de repente. Un entrenamiento paulatino vendría muy bien, máxime si se unía con pequeñas labores pastorales.

Mi amigo y yo, felices, enseñábamos a los niños los diversos objetos de culto. Entregábamos las hojas multicopiadas para que siguieran mejor la ceremonia eucarística. Ensayábamos cantos; animábamos a vivir con esperanza el tiempo de adviento. Don Justo, el director, estimulaba nuestro celo.

"Cristo me espera en el sacerdocio y no tengo que estancarme. He de estar entrenado para la gran carrera. Examen particular, sobre la mortificación. Cada vez que cometa una falta, penitencia inmediata. Jamás protestar por nada que me manden. Hacer lo que hago. Atención en clase. Hacer la vida agradable a los demás. Unión y amor a mis compañeros. Conversaciones, elevadas. Plan de meditaciones, los ejercicios, el Evangelio, la Eucaristía y los sábados, dedicarlos a la Virgen."

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