¿Qué es un santo?

Hasta aquí un cuento de Luís Landriscina, un buen humorista argentino, que con su sano sentido del humor hoy me trajo a la memoria una historia que quiero compartir con los lectores, porque creo que tanto tanto se ha insistido en que la vida “cristiana” y concretamente la “vida religiosa” era una vida “de perfección”, que parece ser que nos olvidamos que también era - ¡y es!- una vida de bondad. Al fin y al cabo, ser “santo” no es otra cosa que ser “bueno” como Jesús que era “Bueno” y pasó haciendo el bien. Tal vez estar tan aferrados a la “perfección” nos llevó al “perfeccionismo” y acabó haciéndonos insufribles, y a ganarnos a pulso y con méritos la fama de que “los cristianos no somos precisamente la alegría de la huerta”, sino más bien los aguafiestas, los que tenemos el carácter agrio o los que siempre estamos a la defensiva.
“Bien, esta era una persona que lo tenía todo controlado, todo lo sabía y era la poseedora absoluta de la razón y la ortodoxia de la fe. Le fascinaba escucharse cuando hablaba de las maravillas de la unión con Dios utilizando imágenes muy originales, y explicando lo más inexplicable de la fe, con tanta pasión, ¡que hasta parecía que se lo creía! Y digo que parecía que se lo creía porque en la práctica no daba pie con bola y era muy difícil tener la fiesta en paz mientras estaba presente: siempre había que hacer, ¡y ella era la que más hacía!... y lo decía, y lo repetía… y se relamía contando lo cansada que estaba porque trabajaba todo el día y hacía lo que los otros no veían o no querían ver. Hablaba y hablaba del poder de la oración de lo felices que eran los que habían escogido “la mejor parte”, pero nunca estaba conforme, su insatisfacción no le daba paz, y por lo mismo, no la transmitía. Hablaba de la felicidad, pero ella transpiraba amargura a su alrededor, y la felicidad no pasaba de ser una intelequia.
Nunca se la veía serena, ¡ni cuando iba a la oración! Verla era ver a alguien en pie de guerra queriendo ganarse a fuerza de razonamientos, que la voluntad de Dios fuera la suya; pretendiendo hacer méritos para tener lo que gratuitamente ya nos ganó a todos Jesús: la salvación. ¡qué pena, ni orando podía descansar!
Soñaba con altos ideales, y a cuanto proyecto o misión difícil y arriesgada se presentaba, se apuntaba: ¡tenía que aspirar a lo más perfecto! Y el primer impulso la metía en el ruedo. Pero siempre se quedaba en el camino. Irremediablemente, por debilidad psicológica o por borrachera de autosatisfacción en el logro “de lo perfecto” acababa tirando la toalla, y los que venían detrás tenían que arrear con lo que había dejado sin hacer o con lo que había deshecho.
Era muy exigente consigo misma, y con los otros: todos tenían que pasar por su listón, y si no, más vale que estuvieran lejos, porque si el juicio de Dios es inapelable, ¡ el suyo lo era mucho más!
Cuando esta persona se murió, los que vivían con ella hicieron una reunión para ver qué ponían en su lapida, porque era de caridad cristiana dejar constancia de su fe. El texto salió rápido y por unanimidad: “¡Por fin todos descansamos!”.
Sin duda esta persona, protagonista de esta historia, quería ¡ser santa! –y seguramente, por la misericordia de Dios, gozará eternamente del cielo- y también sin duda que todos los que la rodeaban se llevaron la palma del martirio, y también, por la misericordia de Dios, gozaran de la Vida verdadera.
Pasar haciendo el bien, sembrando la bondad, abiertos a la salvación, con la sonrisa en los labios y el fuego en el corazón; dispuestos a ver las cosas como la ven los otros y a aceptar con gozo la diversidad y las dificultades: así es como entiendo aquí y ahora la vocación y la misión de los cristianos.
No es tan complicado, el camino es el que indican las bienaventuranzas.
Por favor, quitemos crispación a esta hora tan difícil, y si queremos ser santos, ¡no hagamos a los que nos rodean de cerca o de lejos ¡mártires! Que mientras hacemos el bien, a los otros les dé ganas de apuntarse, y que viéndonos felices, quieran serlo con nosotros.
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