"María Magdalena y María, madre de José, siempre silenciosas, siempre presentes. No huyen, no se desesperan" "Las dos mujeres que observan son los ojos que conservan la memoria"

Llega la tarde con sus colores, sus matices, su oscuridad inexorable, aunque dulce. Está a punto de comenzar el sábado, el día de descanso, cuando toda actividad se detiene y el silencio se convierte en ley. Los cuerpos de Jesús y de los otros dos están elevados en las cruces hacia el cielo. La muerte une el polvo y las nubes. No hay más tiempo. Esos cadáveres deben ser retirados antes de que la oscuridad imponga la quietud: el sábado toda actividad está prohibida. La prisa del tiempo se superpone a la muerte. La cruz, tan inexorable, ahora impone urgencia.
Aparece José de Arimatea, «miembro autoritario del sinedrio», uno de los poderosos, por lo tanto. Marcos (15, 42-47), sin embargo, nos dice de pasada que este hombre «esperaba el reino de Dios». Había captado en Jesús el rastro de esta espera, un impulso, una fuerza, no lo sabemos. Esta es, sin embargo, la diferencia con respecto a los demás. Marcos nos está diciendo implícitamente que los demás ya no esperaban nada de Dios: para ellos todo era un juego de poder.

José se dirige a Pilato y pide el cuerpo de Jesús. No pide explicaciones ni justicia. Pide el cuerpo, pide que le dejen cuidar de un cadáver.
Los rostros de José y Pilato se miran. Pero no hay nada entre ellos. Pilato, sin embargo, se sorprende. Su única emoción es por la rapidez de la muerte de Jesús. Envía a un centurión a verificar. La formalidad de la constatación de una muerte va acompañada de curiosidad. Pilato concede el cuerpo. A partir de ahora ya no es propiedad del Estado, sino que se ofrece a la piedad privada.
José compra un lienzo. No usa lo que tiene. Va a buscarlo, elige, paga. El lienzo es blanco, nuevo, limpio. Luego se dirige a la cruz. Depone a Jesús lentamente. Parece que lo hace con sus propias manos. Lo desprende de la madera y lo envuelve. No conocemos los gestos, ni los pensamientos de este hombre que espera el Reino de Dios haciéndose cargo del cuerpo de un muerto que se decía Hijo de Dios: sus miembros están inertes, aunque aún blandos.
La escena está vacía: para Marcos solo está José. Nadie le ayuda. Los discípulos no están. Solo él. Lo deposita en una tumba excavada en la roca. No es una fosa. Es un lugar preparado, un refugio en la piedra. Luego hace rodar una piedra a la entrada. El gesto es definitivo. El cuerpo está dentro. El mundo está fuera. La piedra es una frontera. El misterio de este hombre se oculta a la vista humana.
Dos mujeres miran: María Magdalena y María, madre de José. No hablan. No lloran. Se quedan allí. Observan dónde lo depositan. Es la segunda vez que Marcos las menciona en pocas líneas. Antes, desde la distancia, bajo la cruz. Ahora, en la tumba. Siempre silenciosas, siempre presentes. No huyen, no se desesperan.
Cada gesto tiene su lugar. No hay emoción, ni drama. No hay sonido. Solo cuidado, precisión en los gestos movidos por una dirección minimalista al estilo de Kelly Reichardt. Un orden sobrio que contrasta con el caos de las horas anteriores. Después de la oscuridad, el grito, la sangre, ahora la piedra, el lino, el silencio.
El hombre que caminó por los pueblos, tocó a los enfermos, habló a las multitudes, levantó polvo, ahora está frío, rígido, y es encerrado en una cavidad en la roca, separado del mundo. Pero lo está por el gesto de cuidado de José. Parece el comienzo de algo: no cambia la historia, pero conserva sus huellas. Y las dos mujeres que observan son los ojos que conservan la memoria. Todo ha terminado, pero todo ha sido visto. Esa tumba parece, en realidad, un umbral. La piedra es pesada, pero el relato está movido por una sensación de suspensión. El sábado está a las puertas. El relato se calma. El cuerpo está en la tumba. Pero la mirada permanece fija en la piedra, inmóvil, a la espera.
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