Se convirtió en un referente y guía para los vecinos de esa pequeña colonia madrileña en El Pardo Don Serafín, el apóstol de Mingorrubio

Nos ha dejado Don Serafín. Quién lo diría, porque con noventa años conservaba una vitalidad que hacía pensar que tenía veinte menos. Una energía que no fue pasajera, sino constante a lo largo de toda su vida
Despedimos a un siervo fiel. Que el Señor, Rey de reyes, reciba a Monseñor Serafín en su gloria, donde seguirá sirviendo, como sirvió aquí, a tantos reyes temporales y a todo un pueblo que tanto le quiere y añora
Nos ha dejado Don Serafín. Quién lo diría, porque con noventa años conservaba una vitalidad que hacía pensar que tenía veinte menos. Una energía que no fue pasajera, sino constante a lo largo de toda su vida.
Don Serafín nació en un pequeño pueblo de la diócesis de Santander, en una familia sencilla. Tras formarse en el Seminario y ser ordenado presbítero, le tocó realizar el servicio militar en El Pardo. Allí, según cuentan, cayó en gracia a doña Carmen, y desde entonces quedó integrado en esa comunidad, donde echó raíces profundas y nunca más se movió. Pronto se convirtió en un referente y guía para los vecinos de Mingorrubio, una pequeña colonia al final de El Pardo.
Tuve la fortuna de conocerle cuando fui destinado a la Guardia Real, hace ya más de treinta años. Desde entonces puedo dar testimonio de que don Serafín era un hombre incansable. Comenzaba el día celebrando la misa como capellán en el colegio Mater Salvatoris, y de allí regresaba para oficiar en la Guardia Real. Pero su labor no acababa ahí: en Mingorrubio fue el alma que levantó la parroquia de San Juan Bautista, fundó un centro de mayores y organizó todo tipo de actividades comunitarias. Incluso instauró encuentros anuales por promociones según el año de nacimiento, fomentando así un espíritu de unión entre los vecinos y nacidos en Mingorrubio. Toda esta intensa labor pastoral se unía a su dedicación a sus sobrinos, ejerciendo como un verdadero padre para los hijos de su hermana, con quienes compartía su hermosa casa en Mingorrubio.
Recuerdo con especial cariño las misas que celebraba los domingos en casa de doña Mercedes, madre del rey don Juan Carlos. Tuve la ocasión de acompañarle alguna vez, y no olvido la experiencia de compartir la liturgia rodeado de duquesas.

Era un hombre de una generosidad desbordante. Siempre que le solicitaba ayuda para las Misioneras de la Caridad de la Madre Teresa de Calcuta, respondía con diligencia, consiguiendo alimentos, medios de transporte o los permisos necesarios para conseguir apoyo de camiones y así hacer llegar las donaciones. En una ocasión, un sacerdote amigo que iba a abrir un albergue para personas sin hogar me pidió ayuda. Al contárselo a don Serafín, no dudó y me entregó para que le hiciese llegar como donación, una preciosa custodia y un cáliz.
También tenía una sensibilidad especial para los pequeños gestos. Una vez, al comentar con él que una religiosa del colegio donde trabajaba sentía gran admiración por la familia real, se ofreció a llevarla a una recepción y que así pudiese cumplir el sueño de verles en persona.

Años después, coincidimos en el funeral de su compañero de Seminario, don Antonio Fernández, que había sido párroco de Liérganes. A pesar del tiempo, nunca habíamos perdido el contacto. Me acompañó espiritualmente en esos primeros momentos en los que sentí la llamada al diaconado y comenzamos a rezar juntos laudes, por lo que me regaló mi primer diurnal, que conservo como una verdadera reliquia.
Su dedicación fue tal que, incluso después de su jubilación —o, como se diría en el Ejército, su pase a la reserva—, siguió trabajando con más entrega si cabe. Por esta entrega sin límites, fue nombrado Prelado de Honor de Su Santidad. Recibió la faja de Monseñor de manos del arzobispo castrense, el cardenal Estepa.
Despedimos a un siervo fiel. Que el Señor, Rey de reyes, reciba a Monseñor Serafín en su gloria, donde seguirá sirviendo, como sirvió aquí, a tantos reyes temporales y a todo un pueblo que tanto le quiere y añora.
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