Fuego de Dios, fuego del infierno

El tema del infierno, del que he tratado en los dos días anteriores, ha interesado a un conjunto significativo de lectores. En esa línea, retomando un argumento de mi Diccionario de la Biblia, quiero presentar de un modo esquemático el tema del fuego, que puede entenderse en sentido histórico o escatológico, salvador, purificador o destructor. El mismo Fuego de Dios, que es signo de vida infinita (los fuegos del cielo), aparece, en otra perspectiva, como signo del infierno. En ese contexto suele citarse la sentencia parabólica (y parenética) de Jesús en Mt 25, 41: «Apartaos de mí, al fuego eterno».

Pero, como vio de forma expléndida G. Bachelard, en su Psicoanálisis del fuego, el fuego tiene en la experiencia y en la teologìa, en la mística y en la reflelxion creyente otros sentidos que pueden y deben tenerse en cuenta. Éstos son algunos de ellos, desde una perspectiva bíblica y teológica. Dejo para otra posible ocasión (o para el desarrollo de los mismos lectores) el tema del fuego en la mística, que es esencial, por ejemplo, en San Juan de la Cruz: Oh lámparas de fuego...!


(1) Fuego de Dios: teofanía y castigo.

El fuego está ligado a lo divino como fuerza crea¬dora y destructora. La misma revelación de Dios, que trans¬ciende y fundamenta los principios y poderes normales de la vida, se halla unida repetidamente al fuego. Hay fuego de Dios en la teofanía del Sinaí (Ex 19. 18), lo mismo que en la visión de la zarza ardiendo (Ex 3, 2) y en la nube luminosa (Ex 13, 21-22: Num 14, 14).
El fuego acompaña a las grandes teofanías apocalípticas de Ez 1, 4.13.27 y Dan 7, 10 y, ló¬gicamente, puede adquirir rasgos destructores para aquellos que se oponen al proyecto de Dios, dentro de la misma historia. En ese plano se sitúa el castigo de las viejas ciudades pervertidas de la hoya del Mar Muerto (Gen 19, 24-25), lo mismo que la séptima plaga de Egipto (Ex 9, 24). Por eso, no es extraño que se diga que del seno de Dios pro¬viene el fuego que devora a los rebeldes (Lev 10, 2) o destruye a los murmuradores del pueblo de Israel en el desierto (Num 11, 1-3). Éste es el fuego que obedece a Elías, pro¬feta (1 Re 18, 38-39; 2 Re 1, 10-12), castigando a los enemigos de Dios o a los mismos israelitas pervertidos (cf. Am 1, 4-7; 2, 5; Os 8, 14; Jer 11, 16; 21, 24; Ez 15, 7, etc.).
Pero el fuego de Mt 25, 41 desborda el nivel histórico y debe situarse en una perspectiva escatológica: en el momento final de la historia, cuando Dios realiza el juicio sobre el mundo. En esta línea han empezado a situarse ya las formulaciones de Joel, con su visión del fuego que precede y comien¬za a realizar el juicio (Jl 2, 3; 3, 3). También es importante Ez 38, 22; 39, 6, que presenta el fuego como instrumento de la justicia de Dios, que destruye al último enemigo de los justos, Gog y Magog, antes de que surja un mundo nuevo. Por su parte, Mal 3, 1–3.9 anuncia la venida escatológica de Elías con el fuego de Dios que purifica y prepara la llegada de Dios.

(2) Moisés. La zarza ardiente.

Conforme a un esquema usual en muchas tradiciones religiosas de oriente y occidente, la manifestación de Dios se encuentra vinculada al fuego: es llama que arde y calienta. El texto más significativo es el de la zarza ardiente:

«Entonces se le apareció el ángel de Yahvé en una llama de fuego en medio de una zarza. Moisés observó y vio que la zarza ardía en el fuego, pero la zarza no se consumía. Entonces Moisés pensó: Iré, pues, y contemplaré esta gran visión; por qué la zarza no se consume. Cuando Yahvé vio que se acercaba para mirar, lo llamó desde en medio de la zarza diciéndole: ¡Moisés, Moisés! Y él respondió: Heme aquí» (Ex 3, 2-4).

Este pasaje vincula fuego y zarza (árbol y llama), en paradoja que ilustra el sentido radical de lo divino. Moisés ha tenido que atravesar el desierto y llegar a la montaña sagrada, donde ve a Dios en la zarza que arde. Árbol y arbusto son desde antiguo signos religiosos, como aparece en la historia de Abrahán (encina de Moré: Gen 12, 6) y como sabe la tradición religiosa cananea, combatida por los profetas (culto de la piedra y árbol, de Baal y Ashera). Pues bien, en este momento, en medio del desierto, la visión de Dios se encuentra vinculada con un árbol ardiente: la misma vegetación se vuelve ardor y fuego donde Dios se manifiesta. Éste es un fuego paradójico: es zarza llameante que arde sin consumirse. Esto es Dios: llama constante, vida que se sigue manteniendo en aquello que parece incapaz de tener vida. Quizá pudiera trazarse un paralelo: los hebreos oprimidos son la zarza, arbusto frágil que en cualquier momento puede quebrar y destruirse, consumidos por el desierto o aniquilados por la montaña de los grandes pueblos de este mundo. Pues bien, en esa pobre zarza se desvela Dios, como vida en aquello que es más débil, más frágil. Moisés ha ido a la Montaña de Dios dispuesto a ver el espectáculo, como simple curioso que mira las cosas desde fuera. Pero Dios, que le hablará desde el fuego de la zarza, tiene otra intención, se manifiesta de otra forma, revelándose como Yahvé (El que Es) y enviándole a liberar a los hebreos.

(3) Fuego destructor, fuego de castigo.

A partir de los pasajes anteriores, la tradición exegética ha distinguido dos tipos de fuego de castigo: uno que destruye a los culpables para siempre (fuego de aniquilación) y otro que les castiga y atormenta, también para siempre (fuego de punición).
(a) Fuego de aniquilación. Es signo de la fuerza destructora de Dios que aniquila a los malvados. El mismo fuego de Dios ejerce una función positiva (da calor, ofrece vida, es signo teofánico) y también otra que es negativa (es terrorífico, destruye todo lo que encuentra). En esa línea, desde un punto de vista filosófico, dentro de la tradición occidental, el fuego puede presentarse como signo de la totalidad cósmica, como principio positivo y cons¬titutivo de la realidad (uno de los cuatro elementos; los otros son agua, tierra, aire) o domo poder destructor, que todo lo aniquila para recrearlo (Heráclito). El fuego, en fin, tiene una clara connotación psicológica y se muestra como expresión de aquel poder que nos condu¬ce a la conquista del mundo (complejo de Prometeo) o nos lleva hacia la luz oscura de la muerte (mito de Empédocles), convirtiéndose así en sinónimo de muerte, destrucción, puro vacío.
(b) Fuego de castigo. No destruye, sino que va quemando sin fin los cuerpos y las almas de los condenados. Esta visión de fuego de castigo que no acaba sólo es posible allí donde se destaca el carácter perverso de algunos hombres y la visión de un Dios juez, que impone una condena sin fin a esos perversos. Éste es un tema clave la teodicea entendida ya de una manera judicial. El viejo → sheol de las represen¬taciones antiguas, donde todos por igual perviven tras la muerte, en estado de sombra (pero sin sufrimiento), no responde a la nueva experiencia de Dios y su justicia, que tiene que sancionar a los malvados. Por eso, el sheol se convierte progresivamente en lugar de espera hasta que llegue el juicio que se expresa como salvación o condena (cf. Dan 12, 1-3).

(4) Profundización. Aniquilar o castigar.

Conforme a lo anterior, la función del fuego es doble: puede concebirse como fuerza des¬tructora que aniquila o como llama permanente que castiga. En un caso estamos ante la «pena de muerte» que es propia de la misma naturaleza, muerte que aniquila al fin a todos, en un proceso constante de generación y corrupción, que se aplica por igual a cuerpos y almas. En otro caso estamos ante una «condena perpetua», un castigo sin fin. No es fácil deslindar las perspectivas. Las palabras de los textos bíblicos resultan muchas veces ambiguas. Quizá el mismo contenido de la suerte de los condenados resulte ambivalente. Por eso no es ex¬traño que se crucen las imágenes de tal forma que a veces se pueda pensar en una destrucción (aniquilación) de los perversos que dejan de existir, consumidos por el fuego de Dios; otras, en cambio, parece que se trata de un castigo que no acaba, con un fuego de condena que jamás termina de quemar a los malvados. Resulta arriesgado distinguir representación de representación. Por otra parte, no podemos olvidar que el fuego es símbolo del fracaso del hombre que se pierde frente a Dios, es símbolo y no concepto claro. A pesar de ello pensamos que hay algunas líneas que pueden destacarse.
Del fuego que destruye a los malvados habla Jb 36, 9-10 y de forma todavía más concreta 4 Es: los perversos se han alzado contra el pueblo de los justos y parece que van a destruirlo; pues bien, en¬tonces surgirá «ese hombre» (Hijo de hombre), arrojará fuego de su boca y des¬truirá a los enemigos (4 Es 13, 10-11; cf. BarSir 37, 1; 48, 39). Este juicio destructor suele tener carácter propedéutico: función suya es quemar a todos los perversos, a fin de que resulte posible el orden de Dios, el mundo nuevo. Sólo viven y pervi¬ven, resucitan, los amigos de Dios o los salvados. De los otros no queda más recuerdo positivo ni existencia; serán aniquilados. El fuego de condena está simbolizado por la gehena.

(5) Gehenna fuego de castigo.

Dentro de la lógica de la teología israelita, resulta normal que en un momento dado el casti¬go de los pecadores deje de tomarse como aniquilación y se interprete en forma de condena duradera. Junto a la vida de los justos en el nuevo eón que ya se acerca está el castigo o sufri¬miento de los condenados. El fuego, que antes era destructor, se vuelve ahora principio de tortura. Así lo supone Is 66, 22-24: frente a los salvados, que ascienden y llegan al templo, se amon¬tonan en la parte más honda del valle que está junto al templo los cadáveres de los rebeldes, pudriéndose y quemándose por siempre (cf. Jdt 16, 17; Eclo 21, 9-10).
Esta doble imagen, de la montaña de Dios (templo, cielo) y del valle de los muertos (corrupción, fuego), pervive a lo largo de la tradición posterior. Frente al lugar de la vida o salvación se encuentra el campo de la muerte, identificado con la gehenna, valle de mala memoria, al borde de Jerusalén (cf. 2 Rey 16, 3; 21, 6), basurero donde arden sin fin los desperdicios de la ciudad, lugar que se convierte en signo de castigo para los injustos (cf. 1 Hen 90, 26; Jer 7, 32; 19, 6; ApBar 59, 10). Del sheol, donde todos los muertos llevaban sin distinción vida de sombras, en el momento en que se va expresando la esperanza en una supervivencia, pasamos al simbolismo de la doble suerte de los hombres: nuevo eón para los justos, gehenna o castigo para los impíos. Sólo ahora puede hablarse de una doble re¬surrección: unos para la vida y otros para la ignominia eterna (Dan 12, 1-2).

(6) ¿Novedad de Jesús?

En este contexto se sitúa la palabra de Jesús. Anotemos que, según la tradición evangélica, Jesús ha rechazado el uso del fuego como expresión de un castigo dentro de la historia: no ha querido ser Elías que destruye con la llama de Dios a las personas enemigas (cf. Lc 9, 54-55). Tampoco alude al fuego como fuerza del juicio que aniquila, en la línea de aquello que se pone en boca del Bau¬tista (Mt 3, 1-12 y par; cf. ApJn 20, 9). Jesús anuncia el juicio y lo anuncia seriamente; pero nunca ha interpretado a Dios en forma de principio o portador de un fuego que destruye a los malvados. Dios viene a salvar, no a destruir; viene para amar a los pecadores y no para aniquilarlos con su llama. Pues bien, rechazando el fuego del castigo histórico, Jesús parece haber acentuado el papel del fuego en la condena escatológica, pero lo ha hecho siempre de forma parabólica, en forma de llamada a conversión.

El mismo Jesús que no quiere actuar como juez que destruye a los hombres del mundo ha anunciado, con radicalidad hasta entonces insospechada, la posibilidad de un rechazo humano, el peligro de un final que se expresa en la condena (cf. Mc 9, 42-45; Mt 10, 28; 13, 40-42). En ese contexto se sitúa Mi 25, 41, cuando dice a los que se hallan a la izquierda: «Id al fuego eterno». En este contexto, fuego (pyr) significa alejamiento del Señor, separación respecto al Hijo del Hombre («apartaos de mí»). Fuego es Dios como principio de vida (luz). Por el contrario, a lejanía de Dios se convierte fuego de destrucción, en soledad, fracaso. Ese fuego es aionios, es decir, definitivo, es la expresión de una vida que llega a su fin, a un final que no tiene retorno. Pero, dicho eso, debemos añadir, que el texto de Mt 25, 31-46, no es un texto filosófico, dedicado a la naturaleza del fuego o del infierno, sino un texto parenético. No está diciendo lo que pasará al final, sino que está intentado precisar el sentido del presente, como tiempo en que los hombres pueden comunicarse entre sí, en amor mutuo. En ese sentido, el infierno (fuego definitivo) es el rechazo del otro, es el negar la vida al pobre, hambriento sediento, es el negar la comunión al distinto (desnudo, extranjero), es el negar la ayuda al oprimido (enfermo, encarcelado).
Jesús ha ofrecido un mensaje de gracia total, de manera que ha ofrecido el Reino de Dios a todos los hombres y mujeres, sin condiciones de ningún tipo, con la sola comunión de que lo acepten, es decir, de que se acepten a sí mismos como amigos, perdonados, agraciados. Donde ellos no se aceptan así, donde no se reconocen unos a los otros, corren el riesgo de perderse, pero siempre en el interior de un Dios que acaba siendo fuego de → amor.

(7) Apocalipsis.

El fuego es uno de los elementos básicos de la realidad, vinculado por una parte a Dios (es creador, signo de vida) y por otra al juicio y destrucción de los perversos. Estos aspectos resultan a veces difíciles de separar: (a) Fuego de Dios. Está representado por las lámparas que brillan ante su trono (Ap 4, 5) y por el mar cristalino de fuego que forma la base de su cielo (cf. 15, 2). Es fuego que puede volverse destructor, quemando en la guerra final a los perversos (20, 9). (b) Fuego de Cristo. Aparece en sus ojos que alumbran como llama (1, 14; 2, 18; 19, 22) y en sus pies que son bronce candente (1, 15; cf. 10, 1). (c) Fuego del juicio histórico. Lo utilizan, por un lado, los perversos para realizar su obra fatídica, (9, 17; 13, 13), que culmina en la quema de la Prostituta (17, 16). Pero también Dios lo emplea en un proceso que va marcando la destrucción de todas las cosas (8, 3-5.5-7; 16, 8-9; 18, 1). (4) Fuego del juicio escatológico. La Ciudad nueva no es fuego sino brillo de luz que no quema: agua que da vida (cf. 22, 1-5). Por el contrario, el estanque de azufre que arde sin fin (14, 10; 20, 10.14.15; 21, 8) es fuego de pura destrucción.

(cf. G. BACHELARD, Psicoanálisis del fuego, Alianza, Madrid 1973; A. CHOURAQUI, Moisés, Herder, Barcelona 1999; V. MORLA, El fuego en el Antiguo Testamento. Estudios de semántica lingüística Monografías Bíblicas, Verbo Divino, Estella 1988; A. NEHER, Moisés y la vocación judía, Villagray, Madrid 1963; X. PIKAZA, Hermanos de Jesús y servidores de los más pequeños. Mt 25, 31-46, Sígueme, Salamanca 1984).
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