Ásperas tensiones en vísperas del Vaticano II

Estoy leyendo con mucho interés el primer volumen de la Historia del Concilio Vaticano II de Giuseppe Alberigo, editada en español por la editorial Sígueme de Salamanca en 1999. He comenzado mi lectura con el volumen primero.

El acontecimiento del Concilio Vaticano II me entusiasma. Su significación y su mensaje son insondables. Nunca terminamos de ahondar en su contenido y siempre encontramos filones nuevos, vertientes desconocidas, objetivos sin alcanzar. Quienes vivimos de cerca los avatares del Concilio y estábamos en Roma en ese momento nos sentimos íntimamente vinculados a ese grandioso evento y hondamente comprometidos con el espíritu del Concilio y con su peculiar modo de ver la Iglesia y su presencia en el mundo. Albergamos además la convicción de que el Vaticano II aún tiene mucho que decirnos y nosotros tenemos aún mucho que asumir y asimilar. Sus objetivos y sus metas no se han cumplido todavía plenamente. El horizonte del Concilio no acaba de impregnar el mundo de la Iglesia.

Con este espíritu abordo ahora el tema referente a la etapa preparatoria del Concilio, que comenzó a partir de su anuncio el 25 de enero de 1959 y terminó al inicio del mismo el 11 de octubre de 1962. Me ha sorprendido la lectura del libro de Alberigo. Aunque ya teníamos noticia de ello, me ha llamado la atención el relato pormenorizado de los encarnizados enfrentamientos dialécticos entre las diferentes opciones doctrinales que intervinieron en la preparación del Concilio.

De entrada, quienes se hicieron cargo de la dirección de las Comisiones preparatorias fueron los representantes de la Curia Romana; me refiero a los responsables de las Sagradas Congregaciones  (Pizzardo, Cicognani, Confalonieri, etc) y, sobre todo, a los miembros del Santo Oficio, presididos por el Cardenal Ottaviani, que era el Prefecto  (Trump, Gagnebet, Ciappi, Browne, etc). Estos, apoyados por las Facultades Teológicas Romanas (Gregoriana. Angelicum, Lateranense, etc.), hicieron desde el principio un planteamiento tradicionalista, enmarcado en los esquemas de de la teología escolástica y del neotomismo. Sus propuestas apenas respiraban interés alguno por la dimensión pastoral, sugerida por el papa Juan XXIII, ni apuntaban interés especial por el acercamiento a las iglesias separadas. Su interés se centraba en la sospecha y en la denuncia de errores doctrinales. Esta tendencia se reflejó ásperamente en el escrito de Mons. Romeo, docente de la Universidad Lateranense, en el que, de forma hiriente y desafortunada, arremetía principalmente contra la orientación doctrinal promovida por el Pontificio Instituto Bíblico de Roma, dirigido por el Padre Vogt. Las críticas de Romeo crearon un increíble y áspero ambiente polémico en los ambientes eclesiásticos romanos en vísperas del Concilio.

Los esquemas presentados  por la Comisión Teológica preparatoria, gestionados especialmente por el jesuita Trump y respaldados por el Cardenal Ottaviani, fueron objeto de un amplio rechazo entre los miembros de la Comisión Central que preparaba los documentos para el Concilio y les otorgaba el visto bueno. Gran parte de los obispos lamentaron este tipo de esquemas y en ningún caso los consideraron adecuados para discutir en el aula conciliar. De modo especial, los teólogos de Centroeuropa, ajenos a los ambientes eclesiásticos romanos, expresaron un gran malestar a la vista de los esquemas presentados por la Comisión Teológica, dirigida por los estamentos de la Curia Romana. Hay que recordar aquí a los teólogos representantes de la Nouvelle Théologie  (Congar, Chenu, De Lubac, Danielou, Schillebeeckx, etc). Gracias a sus intervenciones y a su tesón doctrinal la Comisión Central abandonó las propuestas de la Comisión Teológica preparatoria y abrió nuevos cauces a los Padres Conciliares. Habría que destacar aquí la intervención decisiva de los Cardenales europeos (Frings, König, Alfrink, Döphner, Suenens, el canadiense Leger y el arzobispo de Milán, Cardenal Montini). Gracias a estos Cardenales y a los teólogos europeos mencionados se abrió el horizonte del Concilio Vaticano II y no se cayó en la tentación de hacer de este Concilio una continuación del Vaticano I. La sensibilidad ecuménica, animada por el Cardenal Bea y secundada por expertos teólogos (Dumont, Le Guillou, Boyer, Hamer, Willebrands y otros), dio una dimensión nueva a los debates conciliares. El Secretariado para la Unión de los Cristianos, dirigido por el Cardenal Bea, representó un papel decisivo en la etapa preparatoria, ofreciendo siempre una mirada positiva, abierta al futuro del ecumenismo en la Iglesia.

No es mi intención hacer aquí una presentación exhaustiva del tema. Me basta hacer un recuerdo ajustado del enfrentamiento doctrinal  que tuvo lugar en vísperas del Concilio entre una visión encorsetada de la teología, construida de espaldas a las instancias socioculturales del mundo moderno y esclava de una tradición doctrinal inflexible. El Concilio, a la postre, después de ásperos enfrentamientos, abrió nuevos cauces de pensamiento teológico, más fiel  al mensaje bíblico y más sensible al pensamiento de los Padres de la Iglesia. El Vaticano II ha abierto una nueva era para la vida de la Iglesia.

La Comisión Central presentó siete esquemas para discutir en el aula conciliar. Los temas de alto calado teológico, como los referidos a las fuentes de la revelación, al depósito de la fe, o al tema De Ecclesia, quedaron descartados y se decidió comenzar el debate conciliar con el esquema De sacra Liturgia. Una decisión importante y cargada de sentido.

Volver arriba