Desmoralizacion: terrorismo, corrupción y pederastia

Desmoralización dice desmoronamiento de la moral o las buenas costumbres, y hay tres síntomas de semejante desmoralización actual: el terrorismo, la corrupción y la pederastia. El terrorismo es desmoralización política, la corrupción es desmoralización social y la pederastia es desmoralización psicológica o personal.

El terrorismo es la más grave desmoralización. Lo que se desmoraliza en el terrorista es la fe en la política, sustituida por una nueva fe fanática en la identidad nacional (nacionalismo) o la identidad religiosa (fundamentalismo). El terrorista es un desesperado político que se radicaliza hasta el extremo de morir matando.

Por su parte, la corrupción representa una desmoralización social. El corrupto se hace un hábito de las corruptelas sociales hasta encarnarlas e instituirlas. La corrupción procede de una desmoralización del corrupto, el cual ya no respeta las reglas del juego social, común o comunitario, ahora conjugadas para su propio beneficio y provecho.

La desmoralización terrorista es radical y busca una solución igualmente radical o drástica (la disolución), mientras que la desmoralización del corrupto está radicada en lo socioeconómico y busca su propia conveniencia mafiosa. El terrorista aterra porque se siente aterrado por una realidad que le abruma, el corrupto corrompe porque está corrompido abrumadoramente.
El terrorista es contramoral, el corrupto es amoral. Finalmente hay un tercer síntoma de la desmoralización actual representada psicológicamente por la pederastia, la cual es simplemente inmoral en su transgresión sexual. El terrorista ha perdido la moral por una religación o religión fundamentalista, el corrupto pierde la moral por el mero valor de cambio mercantil, el pederasta pierde la moral adulta por el adulterio con menores en una deriva de infantilismo psicosexual (en la que pueden influir los genes).

Es verdad que otras sociedades han sido más permisivas con la pederastia, incluso la Grecia clásica defendía la pederastia iniciática o pedagógica, y conocida es la incidencia de la pederastia en el seno de las propias familias. Pero nuestra sociedad ha tomado conciencia crítica al respecto, distinguiendo las relaciones con menores de las relaciones con mayores o adultos, aunque la línea roja no esté nítidamente definida a causa de la edad oscilante y del consentimiento.

Las soluciones a esta triple desmoralización contemporánea plantean la re-moralización de la política democrática global frente al terrorismo, de la sociedad civil o civilizada frente a la corrupción, así como de la personalidad psicológica adulta frente a la pederastia. En general, y en estos tres estigmas en particular, se apunta críticamente al capitalismo acusado respectivamente de abstraccionismo, mercantilismo e impersonalismo. Curiosamente los tres síntomas muestran cierto tufo populista, quizás porque la referida desmoralización recae en los bajos instintos irracionales del hombre desestructurado o desadaptado. Pero también la sociedad en su conjunto resulta culpable por no ofrecer una moral o moralización, una sublimación o ideal humano, instalada en un funcionalismo degradado que atañe también a nuestra Iglesia.

En el caso de la Iglesia católica la pederastia significa un límite que ya no puede exorcizarse con mera moralina. Se ha pasado de cierta tolerancia a la tolerancia cero, con el peligro de la caza de brujas, la cual puede evitarse distinguiendo entre menores y mayores, pederastia y homosexualidad, delito civil y pecado confesional. Sin embargo, en el trasfondo de la cuestión sigue pendiente el celibato opcional, tiempo ha resuelto por las iglesias ortodoxas y protestantes.

Por otra parte, la crítica a nuestra Iglesia católica debe completarse con la crítica a la propia suciedad de nuestra sociedad en su conjunto. Pues si la Iglesia resulta regular o irregular, las demás instituciones y estructuras del Estado no ofrecen un cariz mejor. Presuntuosos intelectuales rechazan desde un presunto purismo su pertenencia a toda religión y especialmente a la cristiana o católica, como si no estuviéramos todos implicados real o simbólicamente, por acción u omisión, como si no formáramos parte de nuestra historia en común. En todo caso, como intelectualoide no quisiera que me consideraran en este país de nuestros pecados y virtudes como puro e irreligioso, y mucho menos como no cristiano. Al menos si el cristianismo ofrece, como el catolicismo del Papa Francisco, una misericordia mutua por nuestra mutua miseria humana: una misericordia crítica y compasiva que nos sane y eleve humanamente.

Ahora bien, en nuestra Iglesia no debería imperar la verdad medieval, sino la verdad medial: intersubjetiva o interpersonal, democrática y social. Es la verdad encarnada o humanada, la verdad-sentido humanamente consentida: una verdad humana y no inhumana que abarque transversalmente desde la cuestión del aborto al problema de la eutanasia, pasando por el derecho fundamental del hombre a su propia sexualidad.

El actual papado ha hecho hincapié en la verdad práctica, porque supone que la mejor teoría es una buena práctica. Pero no se debería descuidar el aspecto complementario de la verdad teórica, porque también resulta verdad que la mejor práctica es una buena teoría. La visión pastoral de inspiración sudamericana debe complementarse con la visión teológica de inspiración europea. De todos modos, los católicos somos demasiado papistas, de ahí nuestra oscilación, pero deberíamos recordar con humor que todo papado acaba con papada, es decir, unilateralmente. Por lo demás, salud para todos y sobre todo para todas: las mujeres sobreseídas en este contexto eclesial.
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