Prometeo, símbolo del humanismo y de la emancipación laica/y 3

En la época helenística y pagana, diversos dioses salvadores ofertan la inmortalidad a los iniciados en los cultos mistéricos, de Dionisos, Deméter, Adonis, Atis etc.
El apóstol Pablo, inspirándose en los misterios paganos, convertirá a Jesús en Cristo (versión griega del hebreo Mesías, el “ungido” con aceite). De esa unión resulta ”Jesucristo”, un Jesús elevado a categoría divina por un proceso de apoteosis, convertido en el verdadero Salvador universal (Jesús= “Jahvé salva”, en hebreo), que redime del pecado a una humanidad caída, por el misterio de la cruz y la resurrección.
Por el contrario, Prometeo, el héroe transgresor que se rebela contra el poder de Zeus y contra todos los dioses, se convierte en salvador y benefactor de una humanidad indigente, pero inocente, sin pecado original.
Es el símbolo del humanismo antropocéntrico, de la especie humana que se emancipa, de forma secular y autónoma, por medio de su esfuerzo y de su trabajo, frente a los dioses salvadores que conceden la salvación como una gracia venida “de lo alto”, como es el caso de la revelación cristiana, de la hierofanía del Cristo salvador.
Los dos grandes “maestros de la sospecha”, Marx y Nietzsche, negarán el Dios salvador cristiano y su mysterium salutis. El primero, porque la religión es alienación y opio del pueblo. El segundo, porque, muertos ya todos los dioses y en especial el Dios monoteísta, el futuro pertenece a la nueva figura metafórica del superhombre.
El Marx humanista admiraba el símbolo de Prometeo, mientras que Nietzsche prefería a Dionisos frente al crucificado o al profeta Zarathustra. Los tres símbolos, paganos y precristianos, son repensados como “anticristos”, que prefiguran una nueva humanidad emancipada, en un futuro mundo postcristiano.
Desde la perspectiva teológica cristiana, la hazaña prometeica de entrar furtivamente al taller común de Hefesto y Atenea, diosa de la sabiduría, significa la rebelión de la criatura contra su Creador y Salvador. Es pecado de soberbia, transgresión de la prohibición de comer del árbol del conocimiento, simbolizado por la serpiente del paraíso, que promete a los primeros humanos: “seréis como dioses”.
La caída mítica de Adán y Eva implicó el castigo de la expulsión del paraíso y la maldición del trabajo como castigo divino, reflejada en la etimología latina de “trabajo” (de tripalium= de tres palos), instrumento de tortura : “ganarás el pan con el sudor de tu frente”. Se supone que en el jardín del Edén sólo había ocio gozoso, no trabajo forzoso.
Los teólogos cristianos, a semejanza del dualismo ontológico (este mundo y el otro), el antropológico (alma y cuerpo) y el moral (buenos y malos), dividieron también la historia de forma dualista, en sagrada y profana (las dos ciudades de Agustín), haciendo del Dios creador el verdadero sujeto suprahistórico, que oferta la salvación del pecado a una humanidad caída.
Una historia salvífica, cuyo centro y culminación es Jesús, el Cristo encarnado. Ello generó seculares controversias sobre cómo conciliar la gracia divina con el mérito de las buenas obras, cómo armonizar predestinación divina libertad humana, especialmente en el enfrentamiento entre católicos y protestantes.
En la segunda mitad del s. XX, como consecuencia de la creciente secularización y del “aggiornamento” eclesiástico, apareció la nueva teología de la liberación, que trata de conciliar de forma dialéctica la tesis tradicional de la salvación por la gracia divina con la antítesis moderna de la autoliberación mediante el esfuerzo prometeico humano.
La lucha contra toda opresión y dominación, así como el intento de construir una sociedad más justa, sería ya una parte del reino de Dios, aunque no toda la salvación. Pero tal superación, en el sentido hegeliano, sólo es posible desde la fe sobrenatural en la escatología ultraterrena, subordinando la liberación de la vida histórica a la salvación de la vida eterna.
Pero tal conciliación es imposible y aporética, desde la perspectiva natural y autónoma de la razón, fundamento de un humanismo secular e inmanente, contrapuesto al llamado “humanismo cristiano”, integral y trascendente. En efecto, un humanismo teísta y teocéntrico, objeto de la fe, choca con un humanismo antropocéntrico, objeto de la razón y preanunciado de forma mítica en la figura de Prometeo.