¡Cuántos sentimientos de culpa
llevamos a cuestas durante toda la vida!
¡Cuántos temores, cuánto miedo,
que lo único que consiguen es
impedirnos volar más alto!
¡Cuánto nos infravaloramos,
cuando hemos sido engendrados
a imagen y semejanza de nuestro buen Dios!
¡Cuánta amargura y dolor
ante el pecado que creemos imperdonable!
No nos atrevemos a vivir con confianza,
no sabemos recibir el agua clara
del perdón y la reconciliación
que se nos ofrece cada día.
Nuestro Dios es un Padre y Madre bondadosa,
lleno de ternura y amor hacia sus hijos.
¿Qué padre no perdona a su hija
antes de que ella se lo pida?
¿Qué madre no se desvive y acoge
entre sus brazos a su hijo que ha errado
esquivo y distante durante años?
¿Qué amigo verdadero no escucha,
aconseja y disculpa los errores cometidos?
Ahuyentemos ya los complejos,
los falsos sentimientos de conmiseración,
los lamentos y las lágrimas por creer
que nuestras culpas no serán
perdonadas ni olvidadas.
Dejémonos abrazar por la Ternura infinita,
por el gozoso momento del reencuentro,
por la certeza de que el amor es
siempre más grande que la duda,
la culpabilidad y la recriminación.
Nuestra Fuente de todo consuelo
jamás ha sido un contable de nuestros delitos,
sino el Dios de la vida, del perdón y el gozo.
Cuando lo vivimos así,
nuestra existencia resplandece,
notamos cómo el corazón se ensancha y renueva,
sentimos su mismo espíritu en nuestro interior,
donde abunda la alegría y el entusiasmo,
que no puede más que exteriorizarse
en canto y júbilo permanente.
Nada pues de sacrificios baldíos,
pues el único sacrificio agradable,
ante la Divinidad y ante uno mismo,
es vivir la vida intentando
ser felices y sabiendo compartir
esa felicidad con los demás.