Santos y Difuntos
| Gabriel Mª Otalora
La primera celebración cristiana en honor a las personas ejemplares que nos han precedido en la Casa del Padre, fue a los mártires de las persecuciones romanas. Cuando Diocleciano martirizó a un número tan elevado de ellos, aquella Iglesia incipiente señaló un día único para todos ellos. Lo de la fecha actual del 1 de noviembre es otro cantar. En muchos países, el invierno está asociado a una estación lúgubre y fría. Y desde esta realidad estacional, alguien tuvo la idea de que la mejor ambientación para el Día de Todos los Santos sería ligar la fecha para el recuerdo con la “muerte” de la Naturaleza, que se inicia oficialmente cuarenta días después del equinoccio de otoño y finaliza, precisamente el 1 de noviembre.
Esto quiere decir que la fecha litúrgica de la alegría de saber por la fe que millones de personas conocidas y anónimas gozan ya de la felicidad plena junto al Dios trinitario, se liga, no con la alegría de la resurrección, sino con la muerte. En esta línea, quienes presidían los funerales se revestían hasta no hace mucho con una casulla negra. También perdió la costumbre de elevar a los altares a los mártires automáticamente por el hecho mismo de serlo. Casos como el de monseñor Romero, asesinado mientras celebraba la Eucaristía, han tenido que esperar a la cola hasta la llegada de un papa con el perfil de Francisco.
Si celebramos algo desde la óptica del evangelio, el Día de Todos los Santos -y santas- debiera ser una de las fiestas cristianas más alegres y participativas porque nos recuerda nuestro destino, el mejor de todos, una vez finalizado el paso por este mundo. Un gran Día este al que la rutina ha hurtado el simbolismo de esperanza y alegría celebrativa por el amor eterno que Dios nos tiene, a todos, compitiendo con la pujanza emotiva de la visita a los cementerios. Respecto al día después, da grima pensar quiénes son “los fieles difuntos”, diferenciados de los santos del día anterior, que ni siquiera merecen un día festivo, sino unas piadosas oraciones por sus almas. Y a saber dónde están, en el mejor de los casos purificándose. Menudo enfoque salvífico el de esta liturgia.
La Iglesia conmemora en el Día de los Fieles Difuntos es a todos los cristianos bautizados. El Papa Francisco afirmó que las dos celebraciones, la del 1 y la del 2 de noviembre, “están íntimamente unidas entre sí”. Pero, con todo, choca una barbaridad la diferencia de rango litúrgico de ambas fechas, visto desde la esperanza y la misericordia cristianas. La Iglesia cree que este grupo de fallecidos se encuentran en el purgatorio porque murieron con pecados menores. De ser así, debería ser este día el que concita la presencia de toda la comunidad, que los santos no necesitan ya de nuestras oraciones…. Eso de colocarlo como día no festivo y de misa voluntaria justo después del festivo y obligatorio, da a entender la menor importancia de esta fecha.
Ni Jesús ni los apóstoles sugirieron nada al respecto; la idea del purgatorio fue del Papa Gregorio el Grande (593), pero logró convertirse en dogma casi 850 años después, en el Concilio de Florencia. Para ser un dogma, la Iglesia no ha podido definir el tiempo que cualquier persona debe pasar en el purgatorio, ni el tiempo que se acorta por las intercesiones oracionales. Lo que creo es que nuestra fe en Cristo misericordioso debiera fomentar más la oración en otra dirección: orar a quienes ya gozan de la plenitud eterna para que intercedan por nosotros, para que amemos más y mejor. Lo que se llama la Comunión de los Santos, la unión espiritual de todos los salvados, vivos y muertos. Lo otro, me parece menos relacionado con la Buena Noticia.
Es evidente que nunca he entendido bien esta fecha litúrgica del Día de los Fieles Difuntos, colocada al día siguiente de la celebración festiva del Día de Todos los Santos.